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MI AVENTURA | EL VIAJERO HABITUAL
Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Columnas de Troya

ESTAMBUL, siete de la mañana. Sólo cuatro pasajeros subimos al microbús que nos llevará hasta Troya. Sin media palabra, nos reconocemos como miembros de la hermandad de adoradores de Homero, Virgilio y compañía, los únicos capaces de afrontar el épico viaje que nos aguarda: casi 10 horas, entre ida y vuelta, en un desvencijado vehículo sin aire acondicionado, sin amortiguadores y con un conductor más loco de lo habitual en Turquía, que ya es decir.

Por suerte, hoy los dioses nos son propicios. Sobrevivimos a los adelantamientos suicidas y a la travesía de los Dardanelos en un ferry escapado de algún museo naval. Ya en la costa asiática, sacamos nuestro ejemplar de la Ilíada, para ir entrando en ambiente. Pero los baches, las curvas y la conducción deportiva de nuestro auriga nos desaniman de inmediato: no sería respetuoso leer a Homero en plan tartamudo y dando tumbos.

Finalmente, Troya. Descendemos del microbús con lágrimas en los ojos, no tanto por la emoción, sino más bien por el dolor de riñones. Nos da la bienvenida una enorme y fea reproducción de lo que sería el famoso caballo en alguna producción de Hollywood, serie B. Mas los peregrinos, inasequibles al desaliento, seguimos adelante, hasta alcanzar, ¡ahora sí!, las murallas de la ciudad. Y aquí empieza el lío. Como se sabe, no hubo una única Troya, sino nueve, superpuesta cada una de ellas sobre las ruinas de las anteriores. En los libros se ve muy claro, con los diferentes estratos separados en cortes de diferentes colores. Pero sobre el terreno la cosa se complica, pues todas las piedras se parecen cantidad. Está claro que carecemos de la visión de aquel socio destacado de nuestra hermandad, el loco y genial Schliemann, el que descubrió estas ruinas basándose únicamente en las descripciones de la Ilíada.

Bajo un sol de justicia, recorremos los escasos restos. Poco más de una hora dura la visita, que concluimos recitando en voz alta aquello del 'Canta, ¡oh diosa!, la cólera del Pelida Aquiles', tal como mandan los estatutos de la hermandad, aunque con una ligera sensación del ridículo... Falta sólo alguna foto para la posteridad. Como casi todos, elegimos la Troya romana, la que, con sus columnas caídas, resulta más enseñable a familiares y amigos. Quizá así nos libraremos de la inevitable pregunta: '¿Y para ver eso te has ido hasta allí?'.

Al regresar, es lícito preguntarse si vale la pena este viaje. Pues claro que sí, siempre que el viajero anteponga la memoria literaria, histórica o mitológica a la realidad de unas pobres ruinas. Sólo así se entiende la atracción que ejercen lugares como Troya, Numancia o Cartago, recordándonos esa cosa tan extraña y tan alejada de modas que llamamos cultura clásica.

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