TRAFICANTES Y BANDIDOS
En el mercado de Lashkar Gah el opio ya no está a la vista, pero hace apenas medio año se vendía al lado del trigo y los tomates. Las nuevas autoridades afganas han prohibido su cultivo y su venta. Ahogados por la sequía, los agricultores necesitan alternativas para no caer en las redes de los contrabandistas.
Hayi Qadir parece más un fumador de opio que un malvado traficante de drogas. 'Es que le hemos sacado de la siesta', justifica el contacto que me lleva hasta él. Qadir, de 36 años, nos recibe en el jardín de su casa, un verdadero huerto rebosante de árboles frutales y flores de lavanda. 'Puede coger la fruta que quiera', ofrece obsequioso sin disimular su orgullo por la admiración que despierta semejante vergel en las lindes del desierto de la Muerte. Estamos a las afueras de Lashkar Gah, capital de Helmand, la provincia afgana de la que sale un 25% de la heroína del mundo, una tierra de traficantes y bandidos, pero también de agricultores arruinados por la sequía que luchan por sacar de sus entrañas alimento para sus familias.
'Si no nos dan dinero, volveremos a plantar opio, no tenemos otra elección', advierte 'hayi' Qadir
Cinco individuos nos cierran el paso. Al menos dos de ellos van armados con Kalásnikov
Qadir viste a la manera tradicional: túnica hasta la rodilla, pantalones amplios y turbante. Sin embargo, se nota que es alguien acomodado. Las 20 hectáreas de tierra que se extienden alrededor de su casa marcan la diferencia con la mayoría de sus vecinos. Pero sobre todo, estaba la tienda de opio que regentaba en el bazar de Lashkar Gah hasta el pasado febrero. 'Era un buen negocio', reconoce. 'Sí, tengo un coche, una casa, tierra, pero no tengo educación y he perdido mi tienda; ya no podré tener otra, es demasiado caro', se duele sin llegar a criticar a las nuevas autoridades por lo ocurrido.
'El Gobierno ordenó el cierre de todos los puestos [de opio]', explica, 'los talibanes habían prohibido el cultivo hace dos años, pero nos permitieron mantener las tiendas hasta que termináramos las existencias'. Qadir solía plantar opio en 6 de sus 20 hectáreas. Cada hectárea producía unos 50 kilos que le proporcionaban cerca de 2.200 dólares, una fortuna comparada con lo que obtiene de sus plantaciones de frutas o verduras. Por eso, al marcharse los talibanes a finales del año pasado, volvió a plantar amapolas en una hectárea y media. No fue el único. Cuando el presidente Hamid Karzai prohibió el cultivo el 17 de enero, la mayoría de los campos ya estaban replantados.
'Los altos precios que ofrecen los traficantes constituyen un incentivo poderoso', reconoce Mohamed Fazli, del Programa para el Control de las Drogas de la ONU (UNDCP) para la región. Entre noviembre y diciembre del año pasado el precio del opio en los mercados locales, que todavía vendían reservas almacenadas, era cuatro veces mayor que un año antes. Pero no se trata sólo de dinero. Las amapolas son más fáciles de cultivar, requieren menos agua (extremo importante tras cuatro años de sequía) y sirven de seguro ante el riesgo de que fallen otras cosechas. Además, los narcotraficantes facilitaban adelantos (salaam) para la compra de semillas y fertilizantes.
El duro golpe que el cambio de política ha supuesto para la economía de Helmand alienta los rumores sobre la resistencia de su población a las nuevas autoridades. 'Apoyan a los talibanes porque ganaban mucho dinero con el opio', asegura un funcionario de Kandahar, cuyo gobernador compite con el de Herat por extender su influencia a esta región indómita empobrecida por la guerra y la sequía.
'Maledicencias', asegura indignado el vicegobernador de Helmand, Mohajuddin, que, como muchos afganos, sólo usa un nombre. 'No es cierto que aquí se apoye a los talibanes. Cualquier extranjero puede viajar del norte al sur de nuestra provincia sin problemas. Si eso fuera cierto, usted no estaría aquí'. Sus palabras constituyen una garantía de protección para el resto de la jornada. El trayecto desde Kandahar hasta Lashkar Gah es el único que he realizado en un convoy con escolta armada en cinco semanas de viaje por todo Afganistán. 'En las carreteras de Helmand todavía hay bandidos', me habían advertido diversas fuentes en Kabul y Kandahar. Varios chóferes se negaron a cruzar esa región.
Después de Oruzgan, la provincia montañosa del centro del país donde se sospecha que siguen escondidos muchos de los dirigentes talibanes y de Al Qaeda, Helmand es una de las más problemáticas para el Gobierno central. A dos días y medio en coche desde Kabul, Lashkar Gah no tiene, ni ha tenido nunca, una carretera asfaltada. Y los incidentes violentos en sus accesos (un viajero muerto y cuatro desaparecidos en lo que va de año) desaniman a cualquier visitante. Hacia el sur, los caminos parecen correr la misma suerte que los ríos de esta región: sumirse en el desierto. La única presencia del Estado que encontramos es una camioneta artillada sobre la que ondea la nueva bandera nacional (negra, roja y verde).
A finales de junio ya se han recogido las amapolas y no es posible observar los campos del delito en todo su esplendor. 'Me hubiera gustado retratarlos', se lamenta Heike, la fotógrafa que me acompaña. No hubiera sido difícil. Muchos están a la vera misma de los caminos y durante una inspección llevada a cabo por el UNDCP los pasados meses de febrero y marzo, las amapolas cubrían hasta un 70% de las tierras en algunos pueblos. Según esta agencia, de las 83.000 hectáreas cultivadas en todo el país, 53.000 se encuentran en las provincias del sur, y sólo en Helmand, rondan las 35.000.
'Han plantado amapolas porque no les ha quedado otro remedio, pero no les gusta hacerlo', defiende Mohajuddin en ausencia del gobernador que se halla despachando en Kabul. 'Antes de hablar del problema, déjeme que le cuente las acciones que hemos emprendido', insiste vehemente, 'Helmand ha sido la primera provincia de Afganistán en poner en marcha un programa de erradicación'. Afirma que han destruido 40.000 hectáreas de cultivos de opio, lo que equivaldría a su total erradicación. ¿Cómo? 'Arrancando las plantas con 13.000 temporeros, tractores y la ayuda de 400 hombres armados; 140 inspectores han controlado la operación', explica este responsable. Mohajuddin, en cuyo despacho figura una fotografía del presidente Hamid Karzai, también declara haber pagado a los agricultores 875 dólares por hectárea destruida con fondos de la ONU.
Sin embargo, Qadir asegura no haber recibido compensación a cambio de la hectárea y media de amapolas que destruyó. 'Los funcionarios me dijeron que se les había acabado el dinero y me dieron un papel', relata desencantado. Debe tratarse de un cheque, pero Qadir, que, como el 90% de la población rural, es analfabeto, ni siquiera sabe qué pone. 'Lo guardé en un cajón', recuerda con un gesto de indiferencia. La llamada a la oración pone fin a nuestra charla. 'Si no nos dan dinero, volveremos a plantar', advierte antes de retirarse a rezar, 'no tenemos otra elección'.
'No hay nada para sustituir los beneficios del cultivo de opio', admite Fazli tras aceptar el fracaso del trigo como alternativa. Este experto afgano propone el algodón en su lugar porque 'es un producto que tiene mercado y su precio puede animar a los agricultores, aunque 'necesitarán ayuda un par de años'. 'La comunidad internacional tiene que ofrecerles salidas porque si no la prohibición no va a funcionar', subraya en su modesta oficina de Kandahar. 'Si se le fuerza a ello, la gente abandonará la región y la situación empeorará', advierte. En su opinión, los mayores problemas son la ausencia de un sistema de irrigación moderno y la incapacidad para repagar las deudas.
En los bazares de Kandahar y Lashkar Gah es frecuente encontrar sacos de trigo con la inscripción USAID (que distribuye el Programa Mundial de Alimentos, PMA). La falta de efectivo lleva a muchas de las familias receptoras de ayuda alimentaria a vender parte de lo que reciben. Un reciente estudio de la Universidad Tufts, de Boston, estima que esas ventas han 'deprimido el precio del trigo entre un 15% y un 20%'. Aunque, dado el volumen del cereal distribuido en Afganistán, los autores consideran que 'el impacto no es excesivo', resulta suficiente para desincentivar su cultivo. De ahí que algunas ONG se muestren muy críticas con el reparto de alimentos del PMA.
'En esta zona no hay hambruna, sino falta de efectivo', explica Jim White, director regional de Mercy Corps, la única ONG internacional que se aventura en Helmand, y eso con protección armada. 'La gente se ve obligada a vender su comida porque necesita el dinero para pagar sus deudas. Si no lo consiguen pierden sus últimos bienes: la casa, los campos e incluso los hijos', desentraña White en referencia a los cada vez más frecuentes matrimonios prematuros de niñas (para cobrar la dote) y el envío de niños a trabajar a Irán. Para remediarlo, el Mercy Corps, que lleva trabajando en esta región desde hace 15 años, está poniendo en marcha varios programas de trabajo en los que paga ligeramente por debajo del precio de mercado para asegurarse que llega a los más vulnerables.
Porque no todos se benefician del lucrativo negocio del opio que, según estimaciones difíciles de verificar, proporciona a un puñado de agricultores afganos en torno a 60 millones de dólares anuales (datos del periodo talibán). La mayoría son, sin embargo, demasiado pobres o demasiado honestos como para embarcarse en ese cultivo que va contra las enseñanzas del islam. 'Pocos tienen la tierra necesaria, las semillas y el agua', apunta Habibullah Karimi, un comerciante del bazar de Lashkar Gah que asegura que la campaña del opio ha sido muy lucrativa este año.
'Hasta el momento la situación está confusa', resume Fazli, 'las autoridades de Helmand y de otras provincias han expresado su determinación de prohibir todas las drogas ilícitas y han aplicado esa norma en los mercados, pero el opio continúa disponible'. El UNDCP no ha podido verificar los esfuerzos de erradicación de los que habla el vicegobernador de Helmand por problemas de seguridad. Las medidas oficiales para acabar con las plantaciones de opio desataron una ola de violencia la pasada primavera. Se produjeron una veintena de muertos en varios distritos. 'Debemos hacerlo mejor que los talibanes', subraya Fazli, 'les hemos combatido porque eran terroristas, así que nosotros debemos evitar las muertes'.
Antes de abandonar Helmand, de camino hacia Herat, los bandidos salen a nuestro encuentro. Sibgatullah, el chófer, que alegremente se salta los controles de los milicianos locales al grito de jarichia (extranjeras), frena esta vez en seco y no abre la boca. Cinco individuos nos cierran el paso en un pequeño cambio de rasante. Al menos dos de ellos van armados con el omnipresente Kaláshnikov. Se acercan al coche más sorprendidos que amenazantes. Aún sigue siendo inhabitual que las mujeres viajen solas y a cara descubierta. Una presa fácil, pienso, mientras deseo hacerme invisible bajo el echarpe con el que me cubro la cabeza y la parte superior del cuerpo.
Conocedor de los peligros de la ruta, Sibgatullah entrega un puñado de billetes a uno de los pistoleros. A bulto, menos de un euro. Ha debido de acertar en el cálculo, pues nos dejan marchar. No me atrevo a mirar atrás. 'Duz' (bandidos), espeta el conductor rompiendo el silencio en el que se había sumido incluso la voz de Gugush que sonaba en el radiocasete. El incidente nos deja pensativas. Aún nos quedan seis horas de viaje hasta Herat. Veinte minutos más tarde, tres jovenzuelos con aspecto mucho más agresivo que los anteriores nos obligan a detenernos.
De nuevo la sorpresa, los occidentales no viajan en los destartalados taxis locales. Tal vez seamos iraníes. Quién sabe. La experiencia del chófer vuelve a sacarnos del apuro por una cantidad que da idea de lo poco que valen nuestras vidas, pero ya no volveremos a cruzar palabra en un buen rato. 'Al Qaeda', asegura Sibgatullah queriendo salvar el honor nacional, pero no eran árabes, sino afganos, ex talibanes tal vez, salteadores de caminos o simples jóvenes huyendo de la miseria.
La parada en la frontera provincial con Nimruz nos produce un escalofrío. Tardamos unos segundos antes de comprender que los hombres medio uniformados que nos dan el alto obedecen al menos a la autoridad local. Por su aspecto, no hay mucha diferencia. Sibgatullah decide fumarse un canuto para eliminar la tensión acumulada.
Mañana: Las heridas abiertas
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