Benidorm en positivo
Benidorm es una hamburguesa: el McDonald's del turismo, una admirable combinación de calidad y precio que el esnobismo ignorante contempla desdeñosamente, pero cuyo testarudo éxito debería suscitar más emulación que recelo. Benidorm es también la ciudad de España con más rascacielos, una colosal acumulación de torres que el viajero descubre, tras una curva de autopista entre cerros abrasados, como una alucinación de la fatiga o un espejismo del calor. Y Benidorm es sobre todo un extraordinario experimento social, una invención económica y publicitaria que en medio siglo ha construido una empresa urbana de excepcional eficacia en el uso del territorio y los recursos naturales.
El escritor estadounidense Philip Roth reprochaba recientemente a los europeos su animosidad frente a McDonald's, un local limpio, luminoso y económico que acoge a gentes de pocos medios, ancianos o solitarios, cumpliendo así una elogiable función social; y el sociólogo navarro Mario Gaviria lleva tres décadas intentando hacer ver a los españoles que el turismo/hamburguesa de chárter y playa es, por un lado, la materialización en el espacio del ocio del contrato social implícito en el Estado del bienestar europeo y, por otro, una compleja industria en la que nuestro país ha logrado un meritorio liderazgo. Cuenta Gaviria que su libro La séptima potencia se llamaba 'España en positivo' antes de que los socialistas se apropiaran del eslogan en la campaña de las elecciones legislativas de 1996, y el título de este artículo es un guiño de reconocimiento hacia nuestro más desprejuiciado pionero del análisis turístico.
Para su discípulo, el sociólogo vasco José Miguel Iribas, que se ha convertido en el principal abogado del modelo intensivo de turismo, 'el éxito de Benidorm no puede explicarse sin recurrir a la potencia que le imprime su condición urbana'. Frente al turismo extensivo de las urbanizaciones ajardinadas que consumen cantidades desmesuradas de suelo y de agua, la densidad de Benidorm permite acoger casi cinco millones de turistas anuales en apenas siete kilómetros de costa, y sustituir la venta irreversible del espacio de calidad por su gestión dinámica a través de hoteles y apartamentos de rápida rotación, como razona Iribas en su contribución a Costa Ibérica (una hiperbólica utopía en imágenes, elaborada por los holandeses de MVRDV, que propugna la exacerbación del modelo intensivo). Si la interrupción de la monotonía laboral con las vacaciones cumple el papel antropológico de las desaparecidas fiestas campesinas, la contemporánea organización fabril de la fiesta exige las economías de escala y la complejidad del ámbito urbano: el mejor parque temático es la ciudad misma.
Robert Venturi y Denise
Scott Brown mostraron a los arquitectos el atractivo estrepitoso de Las Vegas; los 'nuevos urbanistas', liderados por Andrés Duany y Elizabeth Plater-Zyberk, extrajeron lecciones de la seducción ciudadana de Disneylandia; y Rem Koolhaas descubrió fascinado la energía violenta de la congestión en las nuevas ciudades de la costa pacífica de Asia. Pues bien, Benidorm amalgama los placeres vulgares de Las Vegas, la amabilidad peatonal de Disneylandia y la implacable eficacia de las urbes asiáticas en una síntesis mediterránea y valenciana que convence por igual a los británicos o a los holandeses, a los madrileños o a los vascos: una ciudad turística que desde hace treinta años lidera sin competencia el ranking europeo de visitantes, cuyo testarudo crecimiento no parece detenerse por crisis periódicas como la actual, y que a través de una inteligente combinación de ofertas ha conseguido superar la estacionalidad de la demanda, ese talón de Aquiles que devasta la racionalidad económica y la verosimilitud urbana de tantos destinos veraniegos.
La apertura en Benidorm, el pasado 17 de mayo, del edificio más alto de España y el hotel más alto de Europa no es una circunstancia anecdótica, sino una expresión genuina de la musculatura emprendedora de una región y del éxito vigoroso de una fórmula turística. Inaugurado por un ex alcalde de la ciudad, el entonces presidente de la Generalitat Valenciana y hoy ministro, Eduardo Zaplana, el Gran Hotel Bali es un producto enteramente autóctono: construido a lo largo de 14 años -sin otra financiación que los recursos propios- por Joaquín Pérez Crespo, un aparejador alicantino convertido en promotor inmobiliario y empresario hostelero; proyectado en el estudio del arquitecto valenciano Antonio Escario y en el de los también arquitectos Sanchís y Luelmo en Benidorm; y calculado por el gabinete de ingeniería dirigido en Alicante por Florentino Regalado, un ingeniero de caminos especialista en hormigones en cuyo haber se cuentan los proyectos estructurales de más de cien edificios que superan las veinte plantas de altura, entre los cuales, el récord de esbeltez en España, la torre Soinsa en Benidorm.
Al cabo, la mole afilada y cándidamente gótica del Bali sólo se concibe en el contexto enérgico de esta ciudad insólita: sus 52 plantas y 186 metros (que se convertirán en 210 cuando se instale el mástil de remate) sobrepasan ampliamente los 157 metros de la torre Picasso madrileña, o los 154 de las torres de la Villa Olímpica barcelonesa; pero eso únicamente sorprende si se olvida que de los 200 edificios españoles de más de 75 metros, ¡132 están en Benidorm!, frente a 43 en Madrid o 18 en Barcelona. De la misma manera, sus 1.608 camas parecen una dotación formidable, pero no tanto si se advierte que Benidorm tiene ya más plazas hoteleras que Madrid, siendo superada en Europa sólo por París y Londres. Y su increíblemente prolongado plazo de ejecución, motivado por la resistencia a recurrir al crédito -que permitió a Bigas Luna utilizar la obra detenida como escenario de su película Huevos de oro-, es imposible de entender al margen de su condición orgullosa de proyecto local, que celebra su culminación en 5.000 días con una placa donde se hace constar puntualmente la ausencia de accidentes graves en la construcción.
Desde su arranque parabóli
co hasta su pirotécnica crestería de pórticos, el Bali se levanta en el extremo de la playa de Poniente con el aplomo del que a nadie debe nada, símbolo de una revolución turística que ha situado a España -junto a Estados Unidos, Francia e Italia- en ese reducido club de cuatro países que encabeza todas las estadísticas: de visitantes, de ingresos o de plazas hoteleras. Iniciada en tiempos del alcalde Pedro Zaragoza (un soñador intrépido que hizo aprobar el Plan General de Ordenación Urbana, se desplazaba a Madrid en Vespa para pedir a Franco tolerancia con el biquini, y promovió la imagen de Benidorm en Europa con un festival de la canción ligera y una campaña publicitaria cutre y genial), esta revolución turística se asocia en la memoria colectiva de los españoles al desarrollismo anárquico de los años sesenta, y todavía hoy suscita hostilidad, incomprensión y desprecio: cuando este periódico publicó en la portada del suplemento dominical una extraordinaria imagen aérea del centenar de torres que se aglomeran en la playa de Levante de Benidorm, inmediatamente las cartas de los lectores deploraron que fuese aquélla la imagen de España. Pero esta ciudad vulgar y vibrante es una colosal maquinaria para hacer circular el dinero y el placer, una versión vertical de la urbanidad mediterránea y un teatro titánico o trivial del ocio bacanal y banal de la Europa subalterna.
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