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Columna
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La compra

Dos cajas de leche Puleva. Esas tres botellas de batido. Mira las magdalenas con bolitas de chocolate, el año pasado tuvieron mucho éxito. Y los exquisitos cortadillos de cidra de San Martín de Porres. Dejemos los caprichos para luego, y vamos por orden. Los paquetes de café molido, el azúcar, la sacarina. ¿Has cogido ya el aceite? Sí, una garrafa de aceite Carbonell. Pero necesitamos también aceite de oliva virgen extra para el desayuno. A ver, ese de Huelma estará bien... Los desayunos de las vacaciones tienen toda la vida por delante, sin un compromiso que llevarse a la boca, sólo caprichos y abundancia de tiempo. Los primeros días del mes de julio son un desayuno de café con mañana despejada, y de conversaciones sin prisa, sin colegios, porque la cocina ha dejado de ser la primera habitación del puesto de trabajo. El mes de julio le quita a la cafetera su gorra de conserje dormido y transforma el aire calvinista del frigorífico, que ya no saluda con la palidez matutina de los compañeros de despacho. Un frigorífico en vacaciones se parece a un jardín con luces cargadas de rocío, pájaros dispuestos a aprovechar las migas de pan, árboles insaciables y lentas horas discutidas con los rincones de paz o de sombra. Por eso hay que llenar los frigoríficos para todo el mes, casi para todo el verano. El instinto de supervivencia se corta un traje azul cielo sin nubes, pero con estampados amables de caprichos, y marcas de siempre que aceptan la promiscuidad de los descubrimientos, las ofertas y las improvisaciones.

Servilletas, papel de cocina, papel Albal, Spontex, Fairy. La casa familiar con olor a cerrado se parece mucho a la memoria. Hay pinceladas de extrañeza y una incertidumbre de cajones a medio olvidar que, por unos minutos, mantiene en los espejos nuestras caras del verano pasado. Los niños corren por la casa, abren los armarios, buscan en el trastero y sorprenden a los recuerdos con la piel demasiado blanca, casi enfermiza. Conviene ponerle bronceador a la piel de la memoria para que los recuerdos no se quemen cuando abrimos los armarios de una casa marina. Y qué sucio está todo; nunca se sabe cómo puede entrar tanta suciedad en unas habitaciones cerradas. Habrá que comprar lejía Estrella, Don Limpio, detergente para la lavadora, bolsas de basura. Sigue tú por ahí, que yo me adelanto a la zona de las bebidas. Allí están ordenados los amigos y las horas del día en forma de botella. La manzanilla y la cerveza redoblan el humor de los manteles familiares, con un trasiego de piscinas, retrasos, desapariciones, excusas y sablazos para el cine. Pero los licores forman un comité de apoyo para el monólogo interior y los recuentos compartidos. Si las noches de verano tienen la profundidad del mar, los amigos son botellas con un mensaje dentro. Detrás de cada gin-tonic, de cada whisky, de cada ron con cocacola, surgirá una conversación vigilada por la luna, ese cuento que es nuestra vida y que da vueltas en la ruleta de las estaciones. La necesidad de ganar la apuesta, de caer en un buen número, se parece mucho a un carro de la compra repleto, cargado de días futuros, de colmillos domados. La cajera sonríe, nos da bolsas de plástico, y va marcando.

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