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Historias y sujetos

Hablando del concepto de historia universal, el filósofo alemán Odo Marquard plantea la necesidad de renunciar a ese concepto para sustituirlo por la idea de historias múltiples que se cruzan, se sobreponen, caminan paralelas, se mezclan y que dan así testimonio de la imposibilidad de reducir toda la historia a una única, debida a un único motor, a una única razón que la impulse, a un único movimiento con una única finalidad.

Si en lugar de historia universal es preciso hablar de historias, en plural, también los sujetos se multiplican. Ya no es necesario buscar el sujeto único de una historia humana única. En este contexto de historias múltiples es vana la búsqueda del motor de la historia, sea ésta la lucha de clases o la lucha de las naciones sin Estado contra los Estados, según alguna versión nacida de la fusión del marxismo con el nacionalismo vasco.

La historia de Europa derivada de las monarquías absolutas y de la rebelión contra ellas es un testimonio de esta multiplicación de sujetos de la historia, pero cargado con una contradicción interna de graves consecuencias. Cada uno de los Estados nacionales que, recogiendo la herencia de las monarquías absolutas, se van desarrollando en la geografía europea, y desde aquí se extienden por todo el mundo, reflejan por un lado esa multiplicación de sujetos de historias múltiples, pero al mismo tiempo heredan la pretensión de encarnar, cada uno en su particularidad, la universalidad del único sujeto de la única historia, transformando la voluntad de universalidad en pretensión de hegemonía absoluta hacia el exterior y reclamando identificación total en el interior.

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Los Estados nacionales, como sujetos de la historia, existen en plural, pero en cada uno de ellos late la herencia de ser el verdadero sujeto de la verdadera historia, por ser o la nación portadora de la civilización o por ser descubridora de los derechos humanos, o bien por ser la llamada a establecer el orden universal.

Y de la misma forma que es cierto que a través de esas contradicciones se han ido poniendo de manifiesto y materializando los elementos irrenunciables del Estado de derecho, también lo es que ese desarrollo ha ido acompañado del ascenso del fascismo como búsqueda de un sujeto colectivo totalmente integrado en sí mismo, absoluto y único de la historia, en el interior de muchas sociedades europeas, y del imperialismo y de la búsqueda de la hegemonía hacia el exterior, es decir, de las cruentas guerras europeas.

No tiene nada de extraño que el sujeto absoluto que necesita de las objetivaciones de la historia para adquirir conciencia de sí mismo y alcanzar así el estadio de la superación de todas las contradicciones reconciliándose consigo mismo en total transparencia e inmediatez lo plantee Hegel en el contexto de lo que denomina el Viernes Santo especulativo, es decir, en el contexto de la recuperación en la reflexión filosófica del significado del suceso histórico de la muerte de Dios en la cruz, en el contexto de la muerte de Dios en y para la cultura moderna.

Es decir: el Estado nacional como sujeto de la historia es heredero del sujeto absoluto de la única historia hegeliana, que a su vez trata de llenar el vacío dejado por el Dios absoluto, cuya muerte precisamente obliga a la elaboración conceptual de un sujeto de esas características.

Quizá no sea demasiado aventurado decir que el aprendizaje verdadero de la democracia consiste en extraer las últimas consecuencias de la rebelión de las sociedades europeas contra el absolutismo de las monarquías que derribaron: no solamente negar el sujeto de quien se predicaba el absolutismo, sustituyendo al monarca por el pueblo, sino llegar a la negación de la pretensión misma de absolutismo y de totalidad: aprendizaje de la democracia como aprendizaje de la relatividad, incluyendo en ese aprendizaje la capacidad de cuestionar los conceptos básicos en torno a los cuales se articula la conceptualización clásica de la política, como la soberanía, el pueblo, la voluntad general, la autodeterminación. Como escribe Daniel Innerarity: 'En realidad, no existe 'el pueblo' como una unidad metafísica, ni como la sustancia auténtica e incorruptible de la nación... Para una concepción liberal, el pueblo únicamente existe como un todo imaginario y sólo en el momento del acto electoral'. (La transformación de la política, página 52).

Ni el desarrollo de las monarquías absolutas, ni la rebelión contra ellas, ni la formación de los Estados nacionales, ni el aprendizaje de la democracia a partir de las contradicciones inherentes al paradigma del Estado nacional es, sin embargo, un proceso paralelo en todas las sociedades europeas. Unas han ido por delante de otras, ha habido 'naciones tardías' (H. Plessner) y sigue habiendo situaciones históricas residuales, siendo la característica principal de algunas de éstas el vivir lo que podríamos denominar un doble déficit: al vacío o déficit dejando por el Dios ausente (Eberhard Jüngel) y que trata de llenar la identificación total y exclusiva en el sujeto colectivo implicado en el paradigma del Estado nacional, provocando la necesidad del aprendizaje de la relatividad democrática, se le añade el déficit de no haber llegado a constituirse como ese sujeto colectivo de identificación total que se supone que informa y da sentido al Estado nacional.

Desde hace algunos años, la política vasca está dominada por esta búsqueda obsesiva del sujeto colectivo, perseguido cual fantasma que surge del doble déficit sentido. Pero lo real existente en Euskadi es el doble déficit y la seducción de lo que a través de ese doble déficit se imagina como la situación deseable. Un sujeto que como tal no ha existido nunca y cuyo momento histórico de constitución se intuye que está pasando.

Los discursos que hablan de la necesidad de reconocimiento del pueblo vasco, los que se refieren al hecho de que una consulta popular permitiría reconocer al pueblo vasco como sujeto activo de la política, el discurso del reconocimiento del derecho de autodeterminación, sea cual sea la dirección en que dicho derecho fuera aplicado, no se derivan de la realidad de la existencia evidente del sujeto colectivo vasco integrado, sino que ponen de manifiesto la debilidad política y social de dicho sujeto, y la búsqueda obsesiva de un acto formal que permita superar, como por arte de magia, dicha realidad de debilidad.

Lo que hace que este discurso reciente del nacionalismo vasco sea problemático es que, en primer lugar, se produce en un momento en el que la mayoría de los países europeos, aunque no de una forma clara y lineal, están avanzando por el aprendizaje de la democracia al que nos hemos referido antes, por la vía de poner en cuestión los ejes conceptuales nucleares del paradigma del Estado nacional: la

soberanía, el pueblo, la voluntad general, la autodeterminación, haciendo obsoleto así el objeto del deseo, el modelo raíz de la obsesión, anulando la fuente del déficit sentido.

La formulación del discurso nacionalista actual se produce, en segundo lugar, a partir de las formulaciones que el llamado MLNV ha elaborado para proclamar sus posiciones y formular su nacionalismo, formulaciones en las que el MLNV se refiere a ETA como el acontecimiento fundacional de la historia y del pueblo vascos, como el sujeto actor de la realidad pueblo vasco, que sólo existe como conciencia de sí mismo en ETA y su lucha, que se constituye así, en su subjetividad, en el elemento nuclear significativo de toda la realidad vasca.

Y todo ello, en tercer lugar, en un contexto en el que varios pensadores críticos, con la deriva de las sociedades posmodernas, nos advierten del peligro de la desaparición de la política, pero no simplemente a manos de las fuerzas del mercado, sino sobre todo como consecuencia de una invasión del espacio público, aquel en el que se articula la política y que está regulado por el Estado, por el mundo privado, por el mundo de la subjetividad expresada sin limitaciones.

Es decir, el nacionalismo recurre a un discurso de búsqueda obsesiva del sujeto colectivo en un momento en el que parece que el peligro radica precisamente en que el espacio de la política, el espacio público sea anulado, sea invadido a causa de la expansión indebida, no controlada, de todo tipo de subjetividad, sea individual o colectiva.

El nacionalismo actual está elaborando un discurso que plantea la invasión del todo del espacio público por parte de una subjetividad colectiva, olvidando que lo que es preciso conservar del desarrollo del Estado nacional no es precisamente la identificación total y absoluta con el sujeto colectivo, sino, muy al contrario, la capacidad de poner límites a esa subjetividad para que así pueda surgir el espacio público de negociación, de compromiso, de limitación de la subjetividad, espacio público que cristaliza en las instituciones democráticas que no obedecen a ninguna legitimación última y absoluta, sino que son límites temporales necesarios para la constitución de espacio público.

Como escribe el ya citado Daniel Innerarity, 'En toda institución y en todo orden político razonable funciona de hecho una prohibición tácita de cierre absoluto sobre sí mismos' (pág. 58), es decir, en el espacio público no es posible la autoconstitución del sujeto totalmente integrado en sí mismo desde sí mismo. Para utilizar términos hegelianos, los únicos sujetos reales de las verdaderas historias reales son aquellos que se objetivan en instituciones plurales, las que de esa forma aceptan su limitación, su relatividad, y por esa razón son capaces de historia real y no se encierran en la búsqueda permanente de lo imposible en la historia, a no ser que pretendan provocar la aparición de ese imposible por medio de una violencia constitutiva, como lo pretende ETA.

Lo paradójico del discurso actual del nacionalismo es que busca la constitución del sujeto político pueblo vasco no por vía de las instituciones políticas, no por vía de la consolidación de un espacio político público como cristalización institucional de la limitación necesaria de todo tipo de subjetividad, aunque sea colectiva, es decir, por la vía de dotarle de objetividad institucional, sino por la expansión y radicalización de su propia subjetividad, apostando así por hacer imposible cualquier sujeto político vasco en la historia real.

Joseba Arregi fue consejero de Cultura del Gobierno vasco y parlamentario por el PNV.

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