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Reportaje:Mundial 2002 | Alemania, primer finalista

La derrota más dulce

Corea del Sur no se siente vencida, sino tan sólo resacosa tras semanas de verbenas y confetis

José Sámano

Hay que tener moral, o ser surcoreano en estos días, pero el caso es que dos horas después de consumada la primera derrota de Corea del Sur en el Campeonato del Mundo, la de su eliminación, un taxista de Seúl amenizaba su jornada nocturna escuchando por la radio una repetición de la transmisión íntegra del partido. Hasta ese punto ha subido la temperatura por el fútbol en este país asiático que ha vivido el mes más pasional que recuerdan varias generaciones.

En realidad, el fútbol tan sólo ha sido la llama que ha encendido a toda una nación, que ayer no se sintió derrotada, sino más bien resacosa tras días, semanas, de verbena, fuegos artificiales y confetis.

Por ello, por una vez, las calles de Seúl se sosegaron tras un encuentro de la selección nacional. El sentimiento de orgullo seguía latente, pero los surcoreanos se sentían exhaustos y los locales nocturnos echaron el ancla antes que nunca. No así las televisiones ni las emisoras de radio, que rebobinaban una y otra vez las transmisiones de un encuentro que los 70.000 espectadores que abarrotaron el maravilloso estadio de la capital vivieron con la misma intensidad al principio que al final.

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Sólo el último pitido del árbitro, el suizo Meiers, logró provocar el único momento de silencio que ha tenido la extraordinaria hinchada local durante todo el torneo. Por fin, la marea roja se quedó en calma. Pero fueron apenas unos segundos, los que el público tardó en asimilar todo lo acontecido hasta entonces.

De inmediato, con los jugadores desplomados sobre la hierba, los cánticos de aliento tronaron de nuevo mientras Guus Hiddink, el técnico holandés autor del milagro surcoreano, escalaba incluso a las gradas para el delirio de los seguidores.

No sólo se agitaban los hinchas, sino también los voluntarios, los agentes de seguridad, los encargados de la limpieza... Todo el personal, todo, aparecía rendido a sus héroes, aclamados por donde pasaban.

Cha, el extremo derecho, hijo del mejor futbolista surcoreano de la historia, Bum Kun Cha, que entre finales de los años setenta y mediados de los ochenta triunfó por todo lo alto como goleador precisamente de la Liga alemana, en el Eintracht de Francfort, alteró con su presencia la calma del restaurante de un popular hotel. A su llegada a la mesa, donde le esperaban su padre y otros familiares, se desató una estruendosa ovación.

Es tal el efecto dominó que ha conseguido la afición surcoreana que hasta un grupo de hispanos se lanzaron a por una foto junto a Cha y su progenitor.

Al igual que ellos, han sido muchos los occidentales que estos días se han paseado por Corea con la inconfundible camiseta roja de los Diablos Rojos y que ya tararean con relativa soltura los estribillos de sus cánticos más populares.

Y todavía es posible una pedrea de gloria. A Corea del Sur le espera el partido por el tercer y el cuarto puesto. Es el partido que casi todos los equipos detestan, especialmente aquéllos que lo han ganado todo. Pero los surcoreanos lo sienten como una oportunidad de darse otro festejo.

Y, si en vez de contra Turquía fuese contra Brasil, ese encuentro de Busan sería algo muy especial. Sería algo así como la propia final de la Copa del Mundo y la posibilidad de regresar a la fiesta que no ha parado ni un solo momento a lo largo de este mágico junio de 2002.

Un aficionado se lamenta durante el partido de Corea con Alemania.
Un aficionado se lamenta durante el partido de Corea con Alemania.REUTERS

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Sobre la firma

José Sámano
Licenciado en Periodismo, se incorporó a EL PAÍS en 1990, diario en el que ha trabajado durante 25 años en la sección de Deportes, de la que fue Redactor Jefe entre 2006-2014 y 2018-2022. Ha cubierto seis Eurocopas, cuatro Mundiales y dos Juegos Olímpicos.

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