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La fuerza de la cultura podrá evitar el choque de civilizaciones

En el Libro de los Reyes 1,19, cuando Elías, que se encontraba en la gruta del Monte Horeb, fue llamado a la presencia del Señor, un fuerte viento sopló desde las montañas y quebró la roca. Sed non in vento Dominus, dice la Vulgata, pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento llegó un tumulto de tierra y aire, mas non in commotione, non in commotione Dominus, el Señor no estaba en ese tumulto. Y después del tumulto llegó el fuego, mas non in igne Dominus, pero el Señor no estaba en el fuego. Me perdonarán si no cito la versión hebrea original, pero creo que el significado del episodio no cambia, y en todo caso así lo aprendí yo de niño y la historia dejó en mi alma una huella profunda.

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No se puede encontrar a Dios en el ruido, Dios sólo se revela en el silencio. Dios no está nunca en los medios de comunicación, Dios no está nunca en la primera página de los periódicos, Dios no está nunca en la televisión, Dios no está nunca en Broadway. Él estaba en el alma de Elías, Dios estaba en Qumran, estaba en los monasterios benedictinos de la Edad Media, estaba en los guetos españoles donde los primeros cabalistas experimentaban las infinitas combinaciones de las letras de la Torá. Dios está donde no hay barullo. Esta máxima también es válida para quien no cree en Dios, pero cree que en alguna parte hay una Verdad que descubrir. La Verdad no se encuentra en el tumulto, sino más bien en una búsqueda silenciosa.

En el trasiego del mundo de hoy los lugares del silencio permanecen y siguen siendo las universidades. Sin embargo, son pocos los lugares en los que es posible la comparación racional entre diversas visiones del mundo. Nosotros, la gente de universidad, estamos llamados a librar sin armas letales una infinita batalla por el progreso del saber y de la compasión humana.

No soy tan ingenuo como para olvidar que el saber no trae automáticamente paz y piedad, porque ha ocurrido en la historia que hombres que amaban a Brahms o a Goethe han sido capaces de organizar campos de exterminio. Pero en un gran porcentaje, el progreso del saber todavía puede producir, debe producir, resultados, y para alcanzar estos objetivos debemos continuar nuestra misión, aunque a nuestro alrededor el mundo salte por los aires. No estamos encerrados en una torre de marfil. Trabajamos para todos nuestros hermanos más allá de los muros.

Los siglos antiguos, e incluso los modernos, han sido escenario del colonialismo, del racismo, de la intolerancia. Para el mundo occidental, la llamada responsabilidad del hombre blanco era considerar la civilización occidental y cristiana como la única posible, de aquí el derecho y la misión de convertir a todos aquellos que seguían un modelo cultural diferente; por no hablar de actitudes similares en el mundo no occidental, inspiradas por el odio a los europeos y a las distintas formas de fundamentalismo religioso.

Pero fue en el ambiente de las universidades y de las sociedades cultas occidentales donde el mundo moderno inventó este nuevo acercamiento a las culturas y las civilizaciones denominado antropología cultural. Gracias a los estudios de los antropólogos culturales del siglo XIX (pero siguiendo ideas ya sugeridas por Montaigne, Locke y la filosofía de la Ilustración) hemos sabido que existen otros modelos culturales orgánicos en sí mismos, que debían reconocerse, comprenderse en su lógica interna y respetarse.

La antropología cultural, al sustituir el concepto de raza por el de cultura, ha obrado en profundidad con el fin de hacernos más conscientes de la pluralidad de las culturas y del derecho de toda cultura a sobrevivir, siempre que su supervivencia no perjudique los derechos de los demás.

La antropología cultural no ha cambiado el mundo. Mientras que los antropólogos nos han enseñado a reconocer y respetar distintos comportamientos culturales, distintas religiones y costumbres étnicas, el mundo occidental ha producido los Protocolos de los Sabios de Sión, mientras que los primeros medios de comunicación, desde las novelas populares hasta las películas de Hollywood, alentaban una visión del Otro como un malvado, los feroces indios, el negro estúpido obligado a un destino de eterna esclavitud por su irremediable inferioridad, el diabólico doctor Fu Man Chu, y así sucesivamente.

Éste es exactamente el motivo por el que, hoy más que en el pasado, es deber de una sociedad culta utilizar todos los instrumentos que proporcionan los nuevos medios de comunicación para difundir las ideas de los primeros antropólogos culturales.

Hace diez años, François Mitterrand fundó en París, bajo la presidencia de Elie Wiesel, la Académie Universelle des Cultures, una institución que reúne a escritores, científicos, artistas y sobre todo universitarios de todo el mundo, entre ellos mi amigo Pet Ahlmark. El estatuto de la Academia dice que ésta 'promoverá la investigación científica, encuentros y colaboraciones creativas y alentará cualquier contribución a la lucha contra la intolerancia, la xenofobia, la discriminación de las mujeres, el racismo y el antisemitismo' y que 'se compromete a difundir sus propias ideas a través de los colegios, los medios de comunicación y los instrumentos futuros del saber'.

Al aproximarse el tercer milenio, el mundo ha sido devastado por acontecimientos trágicos como la invasión de Kuwait, la guerra del Golfo, los terribles conflictos raciales en los Balcanes y aún ignorábamos lo que iba a ocurrir después, hasta la guerra de hoy contra el terrorismo. Al intentar entender qué se podría hacer para educar a los pueblos del mundo en una visión positiva de la diversidad cultural y étnica y en la tolerancia, nos hemos dado cuenta de que no servía convencer a una persona, digamos que de cuarenta años, un hombre o una mujer que en ese momento mataba, violaba o humillaba a quienes no pertenecían a su modelo cultural. Para ellos era ya demasiado tarde. Debíamos empezar por sus hijos.

Así, la Academia ha abierto un sitio Internet, academie-universelle.org -en fase de organización- para proporcionar a los profesores y educadores de todo el mundo instrumentos intelectuales (ideas, ejemplos, ejercicios prácticos) con el fin de enseñar a los jóvenes que viven en contacto con personas de origen distinto

que su recíproca diversidad no es un obstáculo para la vida en común, sino más bien una fuente de enriquecimiento mutuo.

Nosotros decimos que no nos volvemos iguales negando la existencia de las diversidades. Las diversidades existen y hay que reconocerlas. Empecemos por los rostros, los vestidos, incluso por la comida o el olor (digámosles que no hay nadie que no tenga olor, y que normalmente no advertimos el nuestro porque procede de nuestro cuerpo o de las personas que nos rodean, que tienden a comer más o menos las mismas cosas que comemos nosotros) y lleguemos a hablarles de diferencia de religión o de la forma de interpretar la territorialidad. Pidamos a los niños que descubran si en su zona habitan personas con bagajes culturales diferentes, que nos describan en qué se diferencian de ellos, pero también, dentro de su grupo de pertenencia, en qué se diferencian unos de otros. Digámosles que es normal que en un primer momento la diversidad de los otros no nos guste, pero que ser diferentes no significa ser malos. Nos hacemos malos cuando queremos impedir a los demás que sean diferentes. Digamos a los niños que las diferencias hacen del mundo un lugar interesante en el que vivir. Si no hubiese diferencias no podríamos entender siquiera quiénes somos: no podríamos decir 'yo' porque no tendríamos un 'tú' con el que compararnos.

Digamos que igualdad significa que cada uno tiene derecho a ser distinto a todos los demás.

Intentemos hablar a los niños de los estereotipos racistas, de la intolerancia, del prejuicio, de los guetos, de las favelas, del apartheid, de la deportación, del genocidio. Uno de los ejercicios que proponemos ya lo ha experimentado una educadora estadounidense que en su clase dividió a los chicos en dos grupos, los rojos y los azules. Durante la primera semana, la profesora no se ocupó en absoluto de los rojos, les negaba la palabra, no les alababa cuando hacían algo bien y les castigaba a la mínima equivocación. En cambio, fue indulgente hasta el exceso con los azules, alabándoles continuamente y perdonándoles cualquier comportamiento fuera de la norma. La semana siguiente invirtió las partes, favoreciendo a los rojos. De esta forma, los alumnos experimentaron tanto la sensación de poder como el sufrimiento y las frustraciones de pertenecer al grupo de los oprimidos y los excluidos. La enseñanza que hay que sacar es que si has sufrido como miembro de un grupo oprimido, debes hacer que en un futuro otros no padezcan tus mismos sufrimientos.

Nuestro sitio que no hace ruido es sólo un ejemplo, pero refuerza, espero y creo, mi idea de que sólo los centros de enseñanza, y entre ellos sobre todo la universidad, son todavía lugares de confrontación y discusión recíprocas, en los que podemos encontrar ideas mejores para un mundo mejor, como el refuerzo y la defensa de los valores universales fundamentales, que no hay que tener en las estanterías de una biblioteca, sino difundir con todos los medios posibles.

¡La universidad (e incluso la escuela elemental) como fuerza de paz! En mis sueños más osados veo la imagen de un ambiente académico en el que se puede hablar pacíficamente incluso de los problemas más insolubles de nuestro tiempo.

Qué imagen tan bella, la de una universidad en la que en un futuro próximo pueblos diferentes puedan sentarse a resolver juntos los problemas de esta tierra santa y martirizada en una interacción fructífera y leal entre hombres de buena voluntad.

Umberto Eco es escritor y semiólogo italiano. Este es el texto del discurso pronunciado en Jerusalén con motivo del doctorado honoris causa concedido por la Universidad Hebrea.

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