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Columna
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La máquina del macho

Vicente Molina Foix

Hay hombres que no se sienten bien siendo hombres a la manera oficial. Mujeres que, con su aspecto, engañan: musculatura, chaleco, puro habano, bigote no como sombra sino como trazo tupido. Todos nosotros somos, al menos algún rato en la vida, la copia desvaída de nuestra identidad, cuyo peso unitario, estable, cerrado, resulta -si se lleva a cuestas a todas horas- abrumador. Estas fugas o mutaciones no tienen necesariamente que ver con el ejercicio de la sexualidad. Bastantes de los hombres femeninos que yo conozco son heterosexuales incurables, y cada vez es más frecuente la tipología de la mujer-amazona madre y esposa feliz en casa. Pero aun así, nos recuerda Pierre Bourdieu, 'el orden social funciona como una inmensa máquina simbólica que tiende a ratificar la dominación masculina en la que se ha fundado'. La máquina será simbólica, pero no la dominación, que sigue desplegando su poder con la inercia de muchos siglos y la complicidad, incluso inconsciente, de hombres que no se creen déspotas.

Los artistas son, algunas veces, francotiradores de esta situación. Es poco resistir al gobierno absoluto de la masculinidad con un panel fotográfico o una pintura, pero algo es. Vemos esas representaciones desafiantes, pequeñas, transversales, y a través de ellas nos vemos mejor, favorecidos por el reflejo de una inseguridad esencial que obliga a buscarnos la vida fuera del cauce único trazado por unos hombres anteriores. La exposición que el siempre estimulante Espai d´Art Contemporani de Castellón propone (hasta el 23 de junio), explora estas caídas liberadoras. José Miguel G. Cortés, que ha concebido y seleccionado la muestra, la llama Héroes caídos, pero no todos los ejemplos artísticos recogidos de nuevas y díscolas formas de representar la masculinidad son derrotistas. Las magníficas fotografías de Del Lagrace Volcano son tan rotundas, tan jubilosamente afirmativas como el nombre transformado de esta artista entre mujer y hombre que retrata a sus congéneres: los drag kings, especie más rara y refinadamente transgresora que la de las drag queens. No todos los drag kings de Volcano son, me parece entender, lesbianas de la variante macho. Algunas de estas mujeres hominizadas, bigotudas, sin tetas, sueñan linealmente con un paraíso sexual de roles invertidos, pero otras, las que más interesan a Volcano, reniegan del sistema binario de género y adoptan con un sarcasmo anti-machista las poses y atuendos del hombretón yanki de las praderas.

Es la misma intención irónica, demoledora, de las esculturas del americano Paul McCarthy (hombres-muñeco sin sexo o con un sexo ridículamente instrumental), del chamuscado calzoncillo Calvin Klein de Juan Pablo Ballester o de esos estremecedores autorretratos de cuerpo sin cabeza que John Coplans, un artista de 82 años, toma con su cámara de fotos y su carne fláccida, peluda, arrugada. En otra reciente serie, de gran belleza, expuesta en Castellón, Coplans juega a despistarnos con los dedos de sus manos, que entrelazados y apretados parecen vaginas dotadas de clítoris descomunales. Transhombres, (di)simuladores, hermafrodianas, pero también, dentro del límite de cualquier ser común, la eterna pregunta dirigida al abismo de nuestra deslizante identidad.

Porque hay que recordar que el arte siempre ha pintado esos monstruos de la estricta razón masculina. No tan abiertamente, con tan aviesa complicidad, como los artistas de hoy que forman el núcleo de la exposición de Castellón, pero con la misma intención o sueño revelador. Los guerreros andróginos de Rembrandt, las carnes roñosas de Caravaggio, las pieles decrépitas de los santos y filósofos de Ribera, las agresivas esfinges femeninas del Simbolismo inglés y centro-europeo, sin meternos en el Surrealismo o el body art de los 60. Simulacros, resquicios, con los que el plasmador de imágenes se las ingenia para recoger lo que la gran máquina devoradora del hombre no consigue digerir del todo. Ni excretar.

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