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El problema palestino: epicentro de la crisis internacional

El sábado 6 de abril, enfrascado en una reflexión sobre el conflicto israelo-palestino, recibí una llamada de Mary Robinson desde Ginebra, en su condición de responsable de Naciones Unidas para los Derechos Humanos.

Por primera vez, me dijo, en un periodo de sesiones, la Comisión había decidido enviar una misión a Oriente Próximo, ante la situación creada por la espiral de violencia. A continuación me preguntó que si quería acompañarla en esta misión que ella misma presidiría. El desplazamiento debería ser inmediato porque el informe de la misión debería ser presentado a la Comisión antes del día 25 de abril.

No quería porque no creía que fuera posible realizar esa misión, pero ante la gravedad de la situación tampoco podía negarme a intentarlo. De este modo me puse a su disposición y la reflexión que quería ofrecer a los lectores quedó, por razones obvias, en suspenso.

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Durante las dos semanas siguientes, hasta el límite de las posibilidades de realizar la misión, viajé a Ginebra para prepararla, recogiendo informaciones de Cruz Roja y del ACNUR. Tal como ocurriría más tarde con la propuesta del secretario general de Naciones Unidas y del Consejo de Seguridad, ninguna visita de naturaleza parecida iba a ser aceptada por Ariel Sharon.

Mis recuerdos navegaban aquel 6 de abril por la ruta de un encuentro con Rabin y Arafat y otros líderes, en la Casa Blanca, durante la presidencia de Clinton, para la firma de los acuerdos que darían inicio a la negociación 'paz por territorios'.

La dependencia del tabaco me llevó, como escolar en falta, a una apartada esquina del salón en el que nos concentramos tras los largos discursos de presentación, al amparo de una gran maceta protectora. Pero no estaba solo. Rabin había buscado el mismo refugio con propósitos idénticos y, antes de cruzar una sola palabra, empezamos a reír.

Este hombre acababa de dar un paso decisivo en su trayectoria vital. Como militar había defendido siempre la seguridad de su país, ganándose un alto grado de respeto por sus victorias sobre los vecinos. Pero durante la primera Intifada comprendió que ese nuevo tipo de enfrentamiento no se podía ganar. Su compromiso con la seguridad de su pueblo le encaminó hacia la negociación y la búsqueda de un acuerdo con los palestinos. Paz por territorios, que había visto la primera luz en la Conferencia de Madrid en el otoño del 91, se empezaba a abrir paso sobre el terreno, con el trabajo complejo y difícil que conocimos como las conversaciones de Oslo.

Rabin pagó con su vida su propósito, a manos de los suyos, como Sadat había pagado de la misma forma el audaz acuerdo de paz con Israel. Esa muerte precipitó una regresión en el proceso de paz, con un repunte de la violencia terrorista.

Con Barak, a pesar de su compleja personalidad, el proceso cobra una nueva dinámica, cargada de dramatismo, e impulsada por el compromiso de Clinton, el presidente americano que más se implicó personalmente en una solución definitiva del conflicto.

En las últimas semanas de la presidencia de Clinton parecía tocarse con los dedos el acuerdo de paz más ambicioso planteado hasta el momento. El más próximo a lo posible. Pero Arafat no comprendió esa circunstancia, o no la quiso aprovechar, o equivocó su apuesta tras la retirada israelí de Líbano.

La nueva Administración republicana decidió tomar distancias del conflicto, incluso antes de la salida de Clinton, hasta que las consecuencias del terrible 11 de Septiembre vuelven a situar el problema en el epicentro de la crisis internacional más grave que recuerdo. La más imprevisible en sus consecuencias, la que más fracturas está produciendo en la conciencia mundial.

En estos meses, la espiral de la violencia ha provocado una situación imposible: una población aterrorizada en Israel y una población desesperada en los territorios ocupados.

Los ciudadanos israelíes han vivido con el sentimiento de inseguridad desde el nacimiento mismo del Estado judío, pero la amenaza que percibían estaba identificada y la respuesta había funcionado durante décadas. La nueva amenaza, en forma de atentados suicidas, no encaja en las respuestas previstas y la inseguridad se ha transformado en terror.

El pueblo palestino había tocado con las manos el sueño de paz por territorios, pero la pérdida de esta perspectiva, la escalada sin precedentes de la violencia, está aumentando de forma exponencial un ánimo desesperado. Muchos jóvenes -tal vez miles- de generaciones nacidas en campos de refugiados, en territorios ocupados, parecen haber llegado a la conclusión de que nada tienen que perder porque nada les ofrece el horizonte de futuro, y se disponen a una muerte segura para matar al que ven como enemigo irreconciliable.

Una guerra sin final, sin vencedores posibles, que se convertirá inexorablemente en una inmensa centrifugadora de violencia en cualquier rincón del planeta. Por eso me impresionó la dosificación, en forma de gota a gota, del atentado en la proximidad de una sinagoga tunecina de Yerba. Como si nos negáramos a ver esa realidad, pequeñas notas de agencia negaban el atentado y reducían el número de víctimas, para aumentarlas en los días siguientes y admitir, al fin, que se trataba de una acción terrorista.

La prensa, la radio y la televisión del día 8 de mayo, tras lo que parecía un periodo de menor tensión, nos retrotrae al epicentro de la crisis, con un nuevo atentado suicida en Israel, acompañando el fracaso de la visita de Sharon a Bush, o alentando este fracaso.

Pero no se queda en ese epicentro, como muestran estos medios, dando cuenta de atentados terroristas de grandes dimensiones que se han producido en las últimas horas en varios puntos del mundo, con características que nos llevan a

pensar en el fantasma de Bin Laden, en el conflicto de civilizaciones, en luchas étnico-religiosas, como las que pusieron al mundo en estado de alarma el 11 de Septiembre.

¿Se trata de una pura coincidencia en una crisis dispersa pero global? ¿O estamos ante hechos concatenados que expresan las nuevas amenazas para el orden mundial?

Lo peor puede estar por llegar, en una situación en que los líderes parecen haber perdido el margen para la política, prisioneros de los mitos y de la lógica de la fuerza. Lo peor no se producirá necesariamente en el epicentro, ni la amenaza del terror se centrará exclusivamente en la población israelí, como tampoco se limitará la destrucción y la desesperación a los territorios palestinos o a sus campos de refugiados.

Crece el peligro del antisemitismo, como crece el rencor hacia Occidente en el mundo islámico -árabe y no árabe- y crecen el temor y la xenofobia, en todos los países desarrollados, ante los flujos migratorios y el sentimiento de inseguridad ante la presencia del 'otro'. Todos ellos elementos de lo irracional que dominarán sobre las respuestas políticas, cada vez más frágiles, más arrastradas por el empuje de los mitos simplificadores.

En el epicentro, en el conflicto israelo-palestino, lo posible, que siempre se insertará en el intercambio de paz por territorios, sólo puede venir de fuera. De eso que llamamos la comunidad internacional, con un protagonista (imprescindible para unos, o inevitable para otros), Estados Unidos, como único poder global relevante, pero por sí solo insuficientes. Se verán obligados a formular una salida que contemple todos los problemas implicados en la aceptación de un Estado palestino y un reconocimiento sin fisuras del Estado de Israel. Deberán comprometerse los europeos y los árabes, como los rusos y los chinos en el Consejo de Seguridad.

Y este 'se verán obligados', referido a los actores de esa comunidad internacional, será aplicable a las partes en conflicto, hoy por hoy sin margen para hacerlo directamente, aunque quisieran, lo que es bastante dudoso.

El tiempo apremia tanto que ya pasó.

Felipe González es ex presidente del Gobierno español.

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