El gran Hardy
Thomas Hardy vivió desde 1883 una vida retirada en la casa que se llamó Max Gate, no muy lejos de donde había nacido el 2 de junio de 1840, junto a Dorchester, el Casterbridge de sus novelas. Siempre le fastidió ir a Londres, y Edith Wharton recuerda, de una cena de sociedad, el amable silencio de Hardy, que quizá aborrecía las reuniones porque no le gustaba mucho su primera mujer, patológicamente difícil, lo que no evitó que le dedicara a su muerte poemas extraordinarios. Hardy, arquitecto, construyó la casa con el dinero que le dieron sus novelas, hasta que las críticas desaforadas contra las dos mayores, Tess (1892) y Jude el oscuro (1895), lo invitaron a abandonar la narrativa, cosa que hizo encantado. Entonces se dedicó absolutamente a la poesía y, desde 1898 hasta su muerte en 1928, publicó nueve poemarios, aunque su poema más antiguo está fechado en 1860.
POEMAS
Thomas Hardy. Traducción de Joan Margarit y Sam Abrams Comares/La Veleta Granada, 2002 547 páginas. 31,20 euros
El viejo Hardy advertía a los estudiosos: lo accidental es la prosa, la poesía es lo esencial. La poesía era un espacio íntimo y libre, mientras que la novela fue dominio del público. Hardy dejó casi mil poemas, entre los que, según unos, está lo mejor de la moderna poesía inglesa, y, según otros, lo más ilegible, risible y banal. Un crítico famoso llegó a salvar media docena, pero Auden consideró a Hardy un maestro, y Philip Larkin sentenció que ningún lector desearía que le quitaran ni uno solo de los mil poemas de Hardy. Los traductores al castellano, Joan Margarit y Sam Abrams, han elegido 153, un compendio del mundo de Hardy, autor, durante cerca de setenta años, de una especie de diario poético que a mí me recuerda el Cancionero de Miguel de Unamuno. Al igual que Unamuno, Hardy entendió la poesía como un asunto de madurez, frente al cliché del poeta juvenil que pierde su don con los años.
Su tema fundamental fue el paso del tiempo, que se ríe de todo y todo lo aniquila y afantasma. Hardy tiene un tono de almanaque (esos almanaques que incluyen cada día un refrán o una historia para la meditación), y practicó una tendencia que Margarit y Abrams casi no han reflejado en su antología: el poema de corte periodístico a la guerra en Suráfrica o al Titanic. A la vez que construían el gran buque, dice Hardy, la Voluntad Inmanente (Dios o algo así) preparaba un siniestro compañero, igual de imponente y elegante: el Iceberg. Pero, a pesar de esta impersonalidad informativa o narrativa, Eliot condenó el yo excesivo y poco sano de Hardy, su poesía demasiado autobiográfica. Ezra Pound, más exacto, vio en el poeta Hardy un ejemplo de claridad, la cosecha de haber escrito veinte novelas antes de publicar versos. Como Gabriel Ferrater dijo mucho más tarde: un poema tiene que ser como una novela.
Hardy convertía en poema lo que se comenta en tabernas y mercados, y, junto a los himnos de la iglesia rural, copió y transformó a todos los poetas que fueron moda en las sucesivas épocas de su vida larguísima, los románticos, Tennyson, Swinburne y los prerrafaelitas, más el lenguaje de los artículos de opinión y difusión científica, entre arcaísmos y coloquialismos. Su biógrafo Michael Millgate ha dicho que Hardy fue un novelista del siglo XIX y un poeta del siglo XX. Yo me atrevería a sugerir que desempeñó en su literatura un papel semejante al de Rubén Darío en la tradición hispánica (pero sería un Darío machadiano, por decirlo así). Usó más formas métricas que ningún otro poeta de su tiempo y de todos los tiempos, e inventó una multitud de formas estróficas. Un muestrario de su métrica variadísima serviría como guía de la tradición métrica inglesa, según Dennis Taylor, y sus juegos verbales abrieron la puerta, como en el caso de Darío, al verso libre contemporáneo.
La traducción de Joan Marga
rit y Sam Abrams toma como unidad de sentido la estrofa, y la desmenuza, palabra por palabra, analíticamente, en endecasílabos y heptasílabos blancos, de modo que un soneto de Hardy puede convertirse en una silva de 21 versos. Así se salva lo que poéticamente dijo Hardy, aunque algo también querría añadir Hardy cuando se saltaba lo acostumbrado en la poesía de su época e imitaba las irregularidades imprevisibles de un edificio gótico: Margarit y Abrams, sin embargo, traducen a Hardy a la costumbre poética de hoy, tan uniformemente endecasilábica. Pero lo hacen bien, a pesar de los desfallecimientos que sorprenden a cualquier traductor de una obra tan extensa. Joan Margarit ha trabajado casi como un mezclador de música electrónica, desmontando y filtrando cada composición para volverla a armar, y facilitándole al lector la posibilidad de enfrentarse solo, con un diccionario y el auxilio magnífico de Margarit y Abrams, al poema original, a Hardy, en inglés, leído en voz alta.
Así se pueden leer, métricamente, las versiones de Joan Margarit, un poeta que, a mi juicio, comparte las características que Larkin distinguió en Thomas Hardy: frente al simbolismo y la altisonancia, fidelidad a lo familiar inmediato, meditación en alta voz; frente a la retórica y el anhelo de trascendencia, atención al mundo e inmersión en las cosas de todos los días.
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