Del éter a Einstein
1 DE SEPTIEMBRE DE 2660. Ralph 124C 41+, uno de los científicos más célebres del momento, entabla comunicación con una ciudadana suiza, Alice 212B 423, aislada por una implacable tormenta de nieve. Súbitamente, una avalancha se cierne sobre su morada.
Nada que un científico de la talla de Ralph no pueda contrarrestar, pese a encontrarse en Nueva York: orientando su directoscopio hacia las coordenadas exactas del hogar de Alice, libera un haz de ultrapotencia que sume la urbe en tinieblas: 'Ni siquiera podía ver su propia mano... ¿Qué había pasado? La antena ubicada en la azotea de la casa de Ralph había alcanzado tan alta frecuencia y quedado tan fuertemente eterizada, que actuaba contra el éter, al igual que una bomba de vacío actúa sobre el aire'.
'La antena había atraído todo el éter contenido en un radio de unas 40 millas, tan rápidamente, que había creado un vacío que no había sido ocupado con suficiente presteza. Puesto que las ondas luminosas no pueden atravesar el espacio sin un medio como el éter, se deduce necesariamente que toda la zona de influencia de la antena quedó sumida en la más completa oscuridad'.
De esta guisa se inicia la singular novela Ralph 124C 41+ (1925), de Hugo Gernsback, editor norteamericano que acuñó el término ciencia ficción y en cuyo honor se entregan anualmente los Hugo, galardones creados en 1950 para las obras más destacadas del género.
Hasta finales del siglo XIX, los físicos suponían que el espacio, carente de materia, debía estar lleno de algún agente o medio material que hiciera posible el desplazamiento de la luz.
De la misma forma que para la propagación del sonido -un tipo de onda mecánica- se requiere un medio material (ya sea aire, agua o una pared), se especulaba que la luz, una onda electromagnética, necesitaba también algún medio de propagación. ¿Cómo explicar, si no, que a 150 millones de kilómetros, la Tierra reciba la radiación luminosa emitida por el Sol? Por consenso, se llamó éter al misterioso medio que, en cierto modo, debía llenar el espacio vacío.
La velocidad de la luz
Ya en el siglo XIX existía una seria controversia sobre la forma en que los cuerpos se movían a través del éter, y cómo este desplazamiento afectaba a la velocidad de la luz medida desde la Tierra. Cuidadosas mediciones han puesto de manifiesto que la luz se propaga a una velocidad de c = 299.792,458 kilómetros por segundo en el vacío.
Suponiendo un éter en reposo, algunos científicos empezaron a entrever que si la Tierra se desplazaba a cierta velocidad respecto al éter (sin perturbarlo), medidas de la velocidad de la luz, a favor y en contra del movimiento de la Tierra, deberían arrojar resultados distintos: según la ley de adición de velocidades de Galileo debería obtenerse un valor algo inferior a c, para un rayo de luz emitido en la misma dirección y sentido con el que la Tierra se desplaza a través del éter, y ligeramente superior a c, cuando va en sentido contrario.
Dicha serie de experimentos de precisión fue llevada a cabo en 1881, de la mano de los físicos Albert Michelson y Edward Morley. Durante años, repitieron sus medidas en condiciones muy diversas. En todas las ocasiones, encontraron el mismo valor para la velocidad de la luz con respecto a la Tierra, en cualquier dirección, dentro de la precisión que permitía su instrumentación.
Los experimentos de Michelson y Morley llevaron a Albert Einstein a relegar el concepto de éter al olvido, y a postular que la velocidad de la luz era independiente del movimiento relativo entre el objeto emisor y el receptor, base de su teoría de la relatividad especial.
La ausencia de éter no debería deslucir la gran contribución de Hugo Gernsback a la ciencia ficción. Aunque no todo el mundo lo tenga tan claro: no deja de sorprender que en la cubierta que ilustra El bisturí de Darwin (2001), la última obra de Dan Simmons, se atribuya al autor haber sido galardonado con un presunto premio Víctor Hugo. Si Gernsback levantara
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