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Crónica:ENTRE ORIENTE Y OCCIDENTE
Crónica
Texto informativo con interpretación

Sexo, religión y cultura

En lo que a mí respecta, escribir para el cine no es distinto de escribir para cualquier otro medio. Se trata de contar historias, sólo que en celuloide. Y sin embargo, en primer lugar estás escribiendo para un director, y luego para los actores. Lo más importante suele ser la economía; uno de los objetivos del guionista es hacer su trabajo tan pronto y tan ligero como le sea posible. No puedes meter todo lo que te apetezca como en una novela, esperando que el lector siga el hilo. En ese sentido, los guiones cinematográficos se parecen a los cuentos. Las restricciones formales son casi poéticas, aunque la mayoría de los poemas no se lean en voz alta en los multicines. El cine es un arte abierto, lo que en sí mismo constituye una virtud.

El objetivo de la cultura debe ser mantener al otro con vida y celebrar su complejidad
Nunca había vivido en un país donde el colapso social y el asesinato eran cosas de todos los días

No obstante, a ninguno de los que tomamos parte en Mi hijo, el fanático (My Son the Fanatic), por ejemplo, se nos pasó por la cabeza que esa película fuese a ser lucrativa o interesante para el público en general. Era casi un legado de los años sesenta y setenta, cuando uno de los principales objetivos de la BBC era producir dramones, por lo general provincianos, sobre temas contemporáneos como la escasez de vivienda, la lucha de clases o el Partido Laborista.

A principios de los años ochenta, cuando visité Pakistán por primera vez, me di cuenta de que el extremismo islámico o 'fundamentalismo' -es decir, el islamismo como ideología política- estaba ocupando un espacio que no habían logrado conservar ni el marxismo ni el capitalismo. Esa clase de islamismo me recordó al neofascismo, incluso al nazismo: una mezcla a partes iguales de opresión de las masas y un enemigo necesario -en este caso Occidente- para mantener las cosas en su sitio. Mientras reunía información para El álbum negro (The Black Album) y Mi hijo, el fanático, conocí a un joven fundamentalista que comparaba su 'movimiento' con el IRA, Hitler y los bolcheviques. Supongo que albergaba la idea de que pequeños grupos de personas muy motivadas pueden causar un poderoso impacto político.

Esta ideología puritana pre

freudiana sin duda dio sentido y autoridad a los desamparados y los desposeídos. Y lo que es igual de importante: también arraigó en Occidente entre aquellas personas que se identificaban con los anteriores; entre aquellos que se sentían culpables por haber dejado a sus 'hermanos' atrás, en el Tercer Mundo. ¿Cuántas familias de inmigrantes hay que no se hayan separado? La mayoría de mis parientes, por ejemplo, hace mucho que se fueron a Canadá, Alemania, Estados Unidos y el Reino Unido, pero algunos rehusaron. No puede haber existido ni una sola familia de clase media en Pakistán que no tuviera siempre una cuenta corriente en el Primer Mundo 'por si acaso'. Aquellos que quedaban atrás generalmente carecían de educación, eran pobres, débiles o viejos y estaban furiosos.

El fundamentalismo islámico es una ideología que empezó a arraigar en una época de visible prosperidad en Occidente y de expansión de los medios informativos. Cualquiera podía ver vía satélite o vídeo no sólo lo rico que era Occidente, sino la sexualización que había experimentado. ('Allí todo es sexo y secularidad', oí decir). Resultaba particularmente chocante en aquellos países que seguían teniendo un régimen feudal. Si eras un tercermundista en cualquier sentido de la palabra, sólo tenías dos alternativas: envidiar los ideales occidentales y aspirar a alcanzarlos, o envidiarlos y rechazarlos. En cualquier caso, te condicionaban la vida. El nuevo islamismo es tan reciente como el posmodernismo.

Hasta hace poco tiempo no había vuelto a acordarme de un jugoso comentario que Saeed Jaffrey hace en Mi hermosa lavandería (My Beautiful Laundrette): 'A nuestro país lo ha sodomizado la religión, y eso está empezando a hacer que resulte más difícil ganar dinero'. El arrogante propietario de la lavandería contrasta con el reseco personaje interpretado por Roshen Seth, para quien la fraternidad la representa no el islam, sino un socialismo racional; la clase de socialismo esperanzador que pudo haber aprendido en los años cuarenta en la London School of Economics & Political Sciences. Un socialismo sin posibilidades de encontrar base ni en Pakistán ni en la Gran Bretaña de los años ochenta.

Lo que Hussein, Omar e incluso su amante Johnny tienen en común es el deseo de hacerse ricos. No sólo eso, también quieren otro de los objetivos occidentales: hacer ostentación, exhibir ante los demás su riqueza y su prosperidad. Desean alardear. Eso, por descontado, induce una violenta envidia en algunos de los pobres y los desposeídos; incluso puede fomentar su deseo de matar a los ricos.

Hacia mediados de los años ochenta, uno de mis tíos favoritos -un marxista desilusionado que sirvió de modelo para el personaje interpretado por Shashi Kapoor en Sammy y Rosie se lo montan (Sammy and Rosie Get Laid)- se había vuelto partidario de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Todas las mañanas recorríamos Karachi, de despacho en despacho, para ver a sus amigos y tomar el té. Nadie parecía estar demasiado ocupado como para no charlar. Mi tío afirmaba que la única esperanza de Pakistán era la libertad económica. Si me sorprendió fue porque no comprendía contra qué luchaban los intelectuales y liberales del Tercer Mundo. Había infinidad de personas para quienes las ideologías políticas alternativas o no tenían sentido o estaban contaminadas de colonialismo, sobre todo cuando la organización islámica básica era tan simple y operaba a través de las mezquitas. Para mi tío, el único contraste posible frente al puritanismo era la libre adquisición, o cómo llegar al liberalismo a través de materialismo. Si el islam representaba un nuevo puritanismo, al fomentar el deseo el progreso se convertiría en corrupción. Pero ya era demasiado tarde para eso, y se dejó de lado tanto el materialismo americano como la dependencia de América y el cuasi imperialismo que conllevaba.

En Karachi se escribían pocos libros, se filmaban pocas películas y se montaban pocas obras teatrales. Me pareció un coñazo; pero claro, nunca había vivido en un país donde el colapso social y el asesinato eran cosas de todos los días. Al menos había conversaciones serias. La casa de mi tío -una

versión de la que aparece en Mi hermosa lavandería-

era un buen lugar para hablar de política y de libros, para leer los periódicos y ver películas. En los años ochenta solían dejarse caer por allí hombres de negocios norteamericanos. Según mi tío, todos afirmaban que pertenecían al ramo de los 'tractores'. Trabajaban para la CIA; eran tolerados, cuando no favorecidos, de un modo no muy distinto al empleado con los colonialistas británicos al viejo estilo que los paquistaníes recordaban muy bien. Nadie creía que los 'hombres de los tractores' tuviesen ni la más mínima idea de lo que realmente estaba sucediendo, porque no entendían la fuerza del islam.

La clase media de Karachi sí tenía alguna idea acerca del tema y estaba muy preocupada. Le obsesionaba su 'estatus', su posición social. ¿Eran los líderes del país, ricos y poderosos, o constituían una clase parasitaria y autocomplaciente -unos bichos raros que no eran ni paquistaníes ni occidentales- que estaba a punto de perder toda relevancia en el futuro caos de la desintegración?

Unos años después, en 1989,

fue dictada la fatwa (edicto religioso) contra Rushdie y, aunque vi a mi familia en Londres, no regresé a Karachi. En la embajada me dijeron que mi seguridad 'no se podía garantizar'. No mucho después, cuando estaba escribiendo El álbum negro, un fundamentalista conocido mío me dijo que el hecho de matar a Rushdie ya no tenía importancia. La cuestión era que se trataba de 'la primera vez que la comunidad se ha mantenido unida. No será la última. Ahora conocemos nuestra fuerza'. Con frecuencia me han preguntado cómo puedo albergar dos visiones del mundo tan distintas, la islámica y la occidental. Una vez mi tío me preguntó con aire de sospecha: '¿No serás cristiano, verdad?'. 'No', le contesté, 'soy ateo'. 'Como yo', replicó. 'Pero sigo siendo musulmán'. '¿Un ateo musulmán?', le pregunté. 'Suena raro'. A lo que él respondió: 'No tan raro como no ser nada, un simple descreído'.

Al igual que tantos interrogantes que se nos plantean a los escritores, la cuestión de cómo conciliar contradicciones es muy representativa. Todos hemos incorporado actitudes contradictorias representadas por la diferencia de sexo de nuestros padres, cada uno de los cuales tenía una formación y un historial psíquico distintos. Los padres siempre discrepan sobre los ideales que deberían perseguir los hijos. Un hijo es un combinado de los deseos de sus padres. En definitiva, ser hijo implica conciliar -o al menos sintetizar- dos mundos distintos, dos puntos de vista y dos actitudes muy diferentes.

Cuando resulta demasiado difícil conciliar facetas tan dispares, cuando parece una 'locura' o se convierte en un 'conflicto', una forma de resolverlo es rechazar de plano una de las facetas, incluso olvidarse de ella. Otra es entablar una guerra interior tratando de expulsarla, sin conseguirlo nunca; un intento fallido como el de Farid en Mi hijo, el fanático. Todo lo que consigue es reinstaurar constantemente la tensión entre las diferencias; unas diferencias que su padre, en cambio, sí puede soportar, e incluso disfrutar, como cuando escucha a Louis Armstrong y habla urdu. Mi padre, que tenía gustos similares a los del personaje interpretado por Om Puri, nunca vivió en Pakistán. Pero, como tantos otros indios de clase media, fue educado por mulás y monjas y desarrolló una cordial aversión hacia ambos. Le encantaban Nat King Cole y Louis Armstrong, la música de los negros americanos descendientes de esclavos. Ésa es la clase de complejidades que el fundamentalista debe evitar.

Al igual que el racista, el

fundamentalista sólo opera con fantasía. Por ejemplo, están aquellos a quienes les gusta pensar que Occidente es exclusivamente materialista y Oriente exclusivamente religioso. La idea que los fundamentalistas se hacen de Occidente, como la idea que los racistas se hacen de sus víctimas, es impermeable a la razón y al contacto con la realidad. (Todos los fundamentalistas declarados que he conocido eran antisemitas). Además, esta fantasía del otro siempre es sexual. Occidente es concebido como un impío cenagal de inmoralidad, un lugar donde imperan las orgías y la fornicación. Si en otro tiempo el hombre negro fue demonizado por el blanco, ahora el blanco es demonizado a su vez por el musulmán militante. Estos pares antagonistas siempre van de la mano.

La disociación es una estrategia humana de toda la vida, y es banal. Lo que un escritor de ficción puede hacer es mostrar las formas históricas adoptadas en diferentes épocas: cómo las vive a diario cada individuo. Si no podemos impedir que los individuos crean de los otros lo que les venga en gana y proyecten sus fantasías sobre ellos, sí podemos al menos evitar que esos prejuicios se institucionalicen o se conviertan en una parte aceptable de la cultura.Unos días después del ataque contra el World Trade Center, un director de cine amigo mío me dijo esto: '¿Y qué hacemos ahora? Esto no va con nosotros. Ahora se trata exclusivamente de política y de supervivencia. ¿Qué podemos hacer los artistas en esto?' No sabía qué decirle; tenía que pensarlo con detenimiento.

El fundamentalismo islámico es una mezcla de eslóganes y resentimiento; funciona bien como sistema autoritario represor del deseo, pero al mismo tiempo seca esta fuente de la vida humana. En las naciones islámicas, por supuesto, proliferan los disidentes y sofistas y las personas ávidas de libertad política y mental tanto como en Occidente. Estos debates esenciales sólo pueden tener lugar dentro de una cultura; son lo que la cultura es y demuestran cómo se opone al predominio del materialismo o del puritanismo. Si tanto el racismo como el fundamentalismo, al reducir al otro a una abstracción, van contra la vida, el objetivo de la cultura debe ser mantener al otro con vida y celebrar su complejidad, comprendiendo que no sólo es valioso: es necesario.

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