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Columna
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Crímenes normales

En esas primeras imágenes con que los informativos ilustran los crímenes más espantosos (y por ello más noticiosos) es bastante frecuente la aparición de vecinos del entorno de la víctima que repiten una y otra vez que se trata de una familia 'normal', 'muy normal', o 'completamente normal'. Hay una insistencia en esa supuesta normalidad que va pareja a la idea de un asesino, monstruoso sí, pero siempre imaginado como alguien extraño a la familia, extranjero al pueblo o al barrio donde se produjeron los hechos. Parece difícil admitir que el mal pueda habitar a cuatro pasos de nosotros, que hayamos podido tomarnos un café en la misma barra del bar que se lo tomó el asesino, que él también, todos los días, pudiera tener encargado en la panadería 'un integral y uno de cuarto'. Ocurrió hace dos meses, en Tuéjar, cuando el propietario de una cantera mató a su mujer y sus tres hijos. Lo hemos visto y oído de nuevo estos días, en las horas previas al entierro de Francisco Ruiz González y de su hermano Adrián, los niños de cuatro y seis años estrangulados, durante la madrugada del sábado, en el pueblo murciano de Santomera. Luego, con las primeras investigaciones, empiezan a aparecer datos que vienen a desdibujar esa aparente normalidad. Alcohol, cocaína y disputas conyugales se mueven en el transfondo de los crímenes de Tuéjar y de Santomera. Las toxicomanías y las psicopatías de los celos se agitan en un extraño cóctel de propiedades letales. Pero además de su función como elementos más o menos desencadenantes, o coadyuvantes, de los crímenes, la descripción de ese cóctel cumplirá también otro papel, una función metafórica, de anestesia social: servirá como explicación de aquello a lo que precisamente no podemos encontrarle explicación, la degollina de inocentes. Puesto que hay elementos que aparentemente explicarían la anormalidad, aceptamos, porque creemos entender, la quiebra de la norma y pensamos que con las detenciones se restablece el orden social, brutalmente alterado. Y sin embargo, ¿qué hay detrás de esas horas en las que sumergida en un abismo de alcohol y cocaína, con el marido a cientos de kilómetros, Francisca degolló con un cable eléctrico a sus dos hijos pequeños? ¿qué historias se ocultan detrás de las tres denuncias contra su cónyuge por malos tratos? ¿qué miedos le impidieron continuar con las acusaciones ante el juez? ¿qué ilusiones le hacían permanecer junto al padre de sus dos hijos pequeños? ¿cómo era su vida junto a un hombre que guardaba bajo uno de los asientos de su coche, ahora se ha sabido, un revólver Phyton 357 Magnum con seis cartuchos Winchester? ¿qué extraño mecanismo le llevó a abandonar su aparente papel de víctima y convertirse, por unos minutos fatales, en verdugo? Nada de eso sabemos, como no sabemos lo que pasaría por su cabeza, con esa mirada ausente que describen las crónicas, durante las horas del entierro de sus hijos, unas horas que debieron hacérsele interminables mientras, apoyada en su marido, recibía el pésame de familiares, amigos y vecinos. Como tampoco sabemos con qué humillaciones, agresiones y delirios cotidianos se estarán cargando ahora los hechos que un día se agiten en otra de esas letales cocteleras y acaben salpicando dramáticamente la próxima crónica de sucesos. Entonces volveremos a quedar conmocionados ante la quiebra de ese orden aparente que vemos cada día en la barra del café, o mientras esperamos que la panadera nos dé nuestro pan de cuarto y nuestra barra de integral.

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