Un difícil combate
Que nadie experimenta en carne ajena nunca es más cierto que en lo que al dolor físico se refiere. Pudiera ser ésta la razón de que sea tan escasa la literatura acerca del dolor, a pesar de que toda filosofía se sustenta sobre el hecho de nuestra vulnerabilidad. Tal como escribía Jünger, cuando contraponía el mundo de la sentimentalidad al mundo heroico, en éste de lo que se trata no es de escapar al dolor, de expulsarlo, sino de resistirlo; el cuerpo es un objeto, un puesto avanzado que puede ser lanzado al combate. En el mundo de la sentimentalidad, en cambio, el cuerpo no es ningún objeto, sino el centro mismo de la vida, de ahí que, cuando el dolor golpea, lo hace contra el núcleo esencial, contra el propio yo.
DAVALÚ O EL DOLOR
Rafael Argullol RBA. Barcelona, 2001 155 páginas. 2.250 pesetas
DAVALÚ O EL DOLOR
Rafael Argullol El Acantilado. Barcelona, 2001 207 páginas. 1997 pesetas Edición en catalán
La distancia necesaria la establece la mente, la cual decide que el objeto es otro que la carne que padece. No fue otro el camino que el Buda enseñó después de constatar la identidad de la existencia y el dolor: aplicarse en establecer mentalmente una distancia entre el lugar en que se sufre y el lugar en que se observa. El control implica distancia. No la distancia heroica, la que necesita valores y principios, sino la distancia estratégica, el aprendizaje de los puestos de situación, la sabiduría topológica: si yo no estoy ahí donde hay dolor ¿acaso puede haber dolor? Sin distanciamiento no hay sacrificio, no hay ascesis, tampoco hay arte, ni siquiera hay crónica. El relato, cuando no está hecho por otros, o bien es posterior a la pasión, o bien implica un receso, una tregua.
En la época de la sentimentalidad
, en la que sin duda estamos, al menos en Occidente, el distanciamiento se ha hecho difícil. No hay grandes ideas a las que consagrarse y el dolor se entiende como profanación del templo orgánico que somos. Templo o plaza débil: ideología y poder siguen requiriendo metáforas bélicas. El dolor irrumpe en un cuerpo, lo invade y lo ocupa como una tropa lo hiciera en un campo enemigo. Bajo su imperio, no hay tiempo ni lugar para filosofías, ni para sentimientos distintos de los que el invasor provoca: el miedo, la ira, la rebeldía. La única razón que queda funcionando es aquella que diseña estrategias, y aun así, éstas vienen dadas más por el entrenamiento que se haya llevado a cabo en años de preparación (la propia vida no parece ser, al fin y al cabo, otra cosa) que por la elección de uno entre los muchos comportamientos posibles.
El texto de Rafael Argullol es el relato de un combate. Davalú es el nombre con el que el autor bautiza al invasor cuando, desde los primeros días en los que atravesó las fronteras de su organismo, decidió hacerle frente. Da-va-lú, Dav-alú, sílabas que golpean, sílabas que son el pulso mismo del dolor, su latido insistente. Qué importa que fuesen las que componen el nombre de algún demonio armenio. Quien sufre ha de nombrar. Ha de dar nombre al enemigo para poder hacerle frente. Para que pueda iniciarse el combate. Ha de nombrarlo porque sólo definiendo las cosas éstas adquieren límites en nuestro espacio-tiempo y se hacen, entonces, accesibles, vulnerables. Decidido a no entregar las armas antes de haberlas utilizado, el autor, protagonista de su propia experiencia, emprende el viaje que debía llevarle a vivir una doble aventura interior: la guerra de trincheras en los territorios invadidos de su propio cuerpo, y la representación dramática que, con gestos cotidianos, llevará a cabo para un único espectador: Davalú, el dolor.
Davalú es, pues, la crónica de un combate en la que, con La Habana como telón de fondo, se describe, con una constancia inevitablemente obsesiva, los detalles del enfrentamiento. El autor quiere retener las imágenes del dolor. Recordar para vengarse: 'Una de las armas del dolor, una de las armas de Davalú es el secreto, el carácter inexpresable de sus acciones. Y yo quiero que este secreto sea revelado, para que no quede impune'. Atravesar, pues, las puertas de la intimidad, abrirlas, ventilar las estancias del dolor, hacerlo, de alguna manera, comunicable. Pues si algo consigue, precisamente, el dolor es aislarnos de los otros; cuando nos ataca, él nos expulsa de toda comunidad. 'No hay diálogo bajo el dominio de Davalú. Bajo su dominio sólo hay monólogo, un monólogo que se disocia en diálogo interior, pero únicamente con la propia bestia: en duelo, en combate, en conversación, en rito de adoración, en rito de idolatría entre amo y esclavo, entre esclavo y amo'. Ninguna cultura puede fraguarse en el dolor. En el dolor sólo germina el grito, y el grito es estéril. De ello pueden dar cuenta dos obras (a las que Argullol hace referencia en la suya) paradigmáticas en nuestra tradición: el Filoctetes de Sófocles y el libro de Job. El primero es abandonado en una isla, incapaces, los griegos, de aproximarse a él por el hedor que se desprende de su pierna herida. El segundo, abandonado por su dios, clama desde el horror de su carne pudriéndose. Ambos exiliados, solos.
La de Argullol es una escri
- tura de rebeldía. Escribe para no dejarse amedrentar, por dignidad, confirmando en la carne lo que los teóricos del romanticismo (autores a los que tan a fondo conoce) afirmaron en la letra: que pueden ganarse moralmente las batallas que físicamente se tienen perdidas. Escribe para recordar, como si pintara, pues no hay lugares que se recuerden con mayor precisión que aquellos que hemos descrito con el trazo. Escribe a sabiendas de que -y ésta es la silenciosa colonización del invasor, incluso cuando es derrotado- ningún relato reproduce sensación alguna. El dolor, pese a todo, se mantendrá en secreto; ésa es su victoria, su eterna, insoslayable victoria. Y su aliado, el olvido, hará que sigamos viviendo con el vago temor de su imperio cuando a lo lejos se oyen sus tambores, en los gritos del otro, los gritos de los otros.
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