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Los vascos, 22 años después

Se han cumplido días atrás 22 años del referéndum en el que los vascos aprobamos el Estatuto de Autonomía, que completaba el diseño constitucional del autogobierno y cerraba un periodo de transición política caracterizado por el pacto y el consenso. El método del consenso no suponía ni exigía la unanimidad de aquellos, los menos, que no querían ir demasiado lejos temiendo riesgos para la cohesión nacional o de aquellos otros, los más, que combatían con bombas y asesinatos la posibilidad de que el sistema democrático se asentase entre nosotros. En todo caso, unos y otros eran una minoría que, a pesar de la persistencia sobre todo de los violentos, no ha hecho más que mermarse sin poder impedir la institucionalización y consolidación de nuestra democracia. Además, si la Constitución restauraba y consagraba una ciudadanía española plural e integradora, con acento comunitario (catalán, andaluz, aragonés, vasco, etcétera), el Estatuto daba carta de naturaleza política a la ciudadanía vasca democrática.

Por primera vez en la historia, si exceptuamos los atípicos ocho meses de guerra de la II República, se institucionalizaba y existía lo vasco político en términos de ciudadanía, de una forma democrática y estable. Además, como concesión a las élites tradicionalistas y nacionalistas, lo hacía consagrando los restos de foralidad como un hecho diferencial, que reconocía los llamados derechos históricos forales como fuente de legitimación de una continuidad institucional que se interpretaba en términos de actualización (o, como se dice en Navarra, 'amejoramiento'). No es que la vasca o la navarra sean las únicas tradiciones forales, aunque sí las únicas que las oligarquías tradicionalistas del Antiguo Régimen han logrado mantener e institucionalizar como privilegio y reconocimiento a su aportación a lo nacional español. Muchas otras comunidades habían tenido no sólo tradiciones forales, sino también la existencia política estatal diferenciada y continuada de la que carecieron los territorios de cultura vasca por conveniencia de sus élites internas. En nuestro caso, además, no se puede obviar el impacto que sobre tal actualización, claramente ventajosa, ejercía el terrorismo nacionalista.

No existe, por tanto, ningún sujeto político vasco constituyente y, mucho menos, preconstitucional o, incluso, preestatal, salvo en el imaginario nacionalista de hace un siglo, que, por cierto, es la última ideología o movimiento en llegar a la escena política vasca moderna. Por mucho que nuestros ancestros hundan sus raíces en las cavernas prehistóricas o que los movimientos migratorios protohistóricos hayan marcado nuestra tierra como frontera y crisol de tribus y pueblos distintos; por mucho que los lingüistas no hayan aclarado los orígenes o parentescos del euskera, nada de esto justifica la existencia de un derecho natural de lo vasco político, aunque sí explica y nutre el patrón originario de nuestra identidad cultural. La legitimidad de lo vasco político, que la Constitución crea y el Estatuto consagra, no puede ser de ningún modo ni jusnaturalista ni historicista sin caer en una aberración histórica y política de primera magnitud. Esta legitimidad se basa en un contrato social, articulado constitucionalmente, fruto de la voluntad actualizada de una sociedad plural y moderna integrada por individuos concretos e iguales con derechos democráticos. No hay, por tanto, dos ciudadanías o legitimidades contrapuestas y, menos aún, subordinadas. La vasca y la española son las dos caras de la misma ciudadanía democrática, que comparten la misma estatalidad y que se legitiman recíprocamente por la interdependencia del todo compuesto y la parte componente. Fruto de una historia común y compartida, por muy compleja que ésta sea, no son ambas el resultado de un voluntarismo coyuntural, por lo que tampoco es imaginable su ruptura violenta o por un mayoritarismo plebiscitario, que traten de sustituir al imprescindible consenso comunitario.

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En aras de su construcción nacional, el nacionalismo de Arzalluz e Ibarretxe, parapetado tras la persistencia del terrorismo fundamentalista y administrando el estrés que sobre la sociedad produce tal presión, han decidido activar la contraposición de ambas ciudadanías y legitimidades. Para ello no han dudado en abrir una vía de deslegitimación de la democracia española, de nuestra realidad constitucional y del propio pacto estatutario, en cuyo entramado institucional han visto crecer su estructura de poder clientelar y del que han sido los principales beneficiarios. El nacionalismo vasco gobernante ha convertido su semilealtad constitucional de los años de la transición y su ambigüedad de la administración del autogobierno en deslealtad pura y dura. A partir de su ensoñación historicista y de la apropiación indebida de lo vasco, se precipita cada día en un etnicismo excluyente, y la imposición sin ambigüedades de su versión más fundamentalista lleva, inexorablemente, a la sociedad vasca a su fractura social, bajo la coartada perversa de salvarla de tal peligro.

La estrategia de su agenda política busca el colapso del autogobierno y para ello trata de vender la idea de que los vascos, a los que ellos solos representan por antonomasia, estamos en conflicto con una deficitaria democracia representativa española, que debe ser sustituida por una mejor democracia plebiscitaria vasca. Para ello no dudan en deslegitimar las instituciones de autogobierno, que acaparan, o a los propios partidos políticos de oposición en favor de un movimientismo controlado, subvencionado o, simplemente, administrado por ellos. Este escenario sería impensable sin la persistencia del chantaje terrorista y sin la utilización política y partidista de las consecuencias de tal amenaza. En efecto, el nacionalismo gobernante no es responsable de la violencia terrorista, pero sí lo es de que su impacto político sea el mínimo posible. Para ello basta con la unidad democrática en su represión, en su asfixia política y en su deslegitimación social. Basta con querer para poder. Basta con ponerlo como prioridad absoluta de la ciudadanía democrática y de la construcción nacional vasca a la que apela, convencidos de que son absolutamente incompatibles con los métodos, los argumentos y los efectos del terrorismo. El terrorismo no se acaba porque queramos, pero su capacidad de chantaje político se acaba cuando queramos. Ése es el consenso básico democrático. Cualquier otro matiz o condicionamiento es, simplemente, no renunciar a aprovecharse de sus efectos colaterales.

La construcción nacional vasca propugnada por el nacionalismo, ya sea desde el poder institucional o desde el chantaje fáctico, no sólo no es la única, sino que tampoco es la mejor. Yo diría más, es casi imposible, si sigue negando la pluralidad de fidelidades de nuestra sociedad y no renuncia a la hipotética imposición mayoritaria o plebiscitaria de su ideario sobre, al menos, la mitad de la ciudadanía. Su proclamación gubernamental de renegociación estatutaria de tú a tú con el Estado denota su profundo error y su rotundo fracaso político. Primero, porque vuelve a apropiarse de la voluntad del país para, desde un Gobierno minoritario (mayoritario, cuando los violentos le prestan su apoyo en la estrategia rupturista), proclamar la ruptura del consenso estatutario; segundo, porque trata de sustituir la imprescindible recomposición del consenso comunitario, roto unilateralmente por él mismo, por una simple administración o imposición, en el mejor de los casos, de la mayoría parlamentaria y, en su caso, plebiscitaria; y tercero, porque confunde interesadamente el necesario consenso constituyente con una negociación partidista bilateral con el Gobierno de la nación.

Veintidós años es la medida humana en que, pasada la barrera de la mayoría de edad, entramos en la madurez. Ésta es la edad del autogobierno vasco, cuyo mejor indicador de crecimiento nos lo da el billón largo de recursos financieros de las instituciones forales y autonómicas para el año 2002, en relación a los poco más de mil millones de 1980, gracias a un Concierto Económico ventajosísimo, que no responde a ninguna deuda histórica, pero sí a un privilegio histórico reconocido constitucionalmente. Nos lo da también el complejo entramado institucional, empresarial y de servicios públicos que son hoy el soporte de un inmenso poder nacionalista, que los ha disfrutado desde el primer día. Sin embargo, el nacionalismo vasco, instalado en la reivindicación permanente de adolescente atormentado y narcisista acaparador, se resiste a madurar democráticamente. Dando por consolidado lo conseguido y reconociendo sus propios límites, no duda en huir hacia adelante de forma atropellada.

Nuestra democracia tiene que recuperar la iniciativa sin complejos, salvaguardando todo aquello que pertenece al ámbito del consenso comunitario y sabiendo combinar la tolerancia generosa con la firme negativa a hacer concesiones a quien no corresponda con la debida y exigible lealtad constitucional.

Francisco José Llera Ramo es catedrático de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco y director del Euskobarómetro.

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