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Reportaje:MUSIL Y EL VACÍO DEL MUNDO MODERNO

Cien años de nihilismo

A la espalda, las ruinas y delante, el vacío. Ésa es la condición del individuo posmoderno. Robert Musil retrató a este protagonista de nuestra época, un personaje despierto y escéptico, carente de patria, cualidades o identidad, en El hombre sin atributos. Entre el pesimismo radical y la experiencia mística, surge un ser que ni quiere nada ni propone nada.

Ni voluntad, ni razón, ni nada. Ni siquiera un cuerpo. Puro o impuro, el yo ya ni siquiera existe como tal

Hace cien años cumplía veinte Robert Musil y se licenciaba como ingeniero en Brünn, aunque pronto abandonaría la 'construcción de máquinas' -y la atmósfera militar- por el estudio de la filosofía, que cerró siete años más tarde al doctorarse en Berlín con un trabajo sobre el positivismo del físico (y filósofo) Ernst Mach, la estrella intelectual de aquel cambio de siglo en Viena, que puso de relieve como nadie 'la tendencia destructiva' del empirismo. Un año antes, en 1900, había muerto Nietzsche, el padre del nihilismo, de enorme influjo -como Mach- en toda aquella joven generación fin-de-siglo, que se presentaba a sí mismo como el aniquilador conceptual de nuestra cultura y modo de vida -en este caso por estar llenos de atributos ultraempíricos, digamos- y como el profeta de nuevos tiempos de cambio hacia una festiva y enérgica aceptación de la realidad tal cual es, sin atributos superiores ni legitimaciones o consuelos abstractos. Tiempos difíciles de crisis -fuera el sentido del cambio el que fuera- que se anunciaban con toda crudeza en aquel Imperio Austro-húngaro en que había nacido Musil, en aquella Kakania genial y turbulenta a punto de desaparecer en la Primera Guerra Mundial, que verdaderamente parecía el crisol de 'los últimos días de la humanidad' o en cualquier caso 'el campo de maniobras del futuro'.

Se ha recorrido mucho camino desde entonces, pero comienza el siglo XXI con tensiones parecidas, justamente en estos días en que vuelve a recordarse la obra capital de Musil, El hombre sin atributos. El individuo despierto de hoy, el que no duerme algún sueño dogmático, tras el despabilo nihilista de hace un siglo sigue sin identidad, sin condición y sin patria, porque ha perdido el paraíso que nunca existió o una esencia que nunca tuvo. Sigue y seguirá vacío, sin atributos, propiedades o cualidades en que fundar con sus semejantes un nuevo orden, digamos posmoderno. Sospechando que ya no es posible ni deseable establecer ninguno al uso. Como Musil, que siente el resquemor del vacío sólo como una añoranza mística de 'otro estado' de verdad, de 'una nueva moral'. Provisional siempre y más allá de todas. Porque las que hay y ha habido son peligrosas. Los dioses, los credos de cualquier tipo, los atributos de orden del hombre, degeneran por lo común en una belicosidad infame. 'Hasta ahora la moral era estática. Carácter estable, ley establecida, ideales. En el presente, moral dinámica'. Así sería la ley fundamental de esa 'otra condición', no dogmática, no cualitativa, no instalada, no ilusoria, no irracionalmente agresiva, y parece que imposible, del hombre.

El siglo XX fue un siglo nihilista, nietzscheano. Desde su lúcida conciencia de realidad, o de vacío, la que inauguró Musil con su generación, a pesar de dogmatismos totalitarios y moralinas neomodernas, casi tan peligrosos unos como otras, no se ha podido -no es posible, decíamos- encontrar un recambio positivo para las ilusiones cualitativas de antaño. O no se ha aprendido a vivir en paz en el vacío, en la paz del vacío. Y sigue, por tanto, por lo que importa al sentido último de las cosas, el mismo viejo orden esencial del mundo con sus dogmas y subsecuentes contradicciones: las mismas religiones, las mismas diferencias sociales, las mismas estructuras de poder, las mismas desigualdades de razas y mundos... Y en consecuencia, el mismo ánimo aniquilador, aunque por desgracia no de cualidades, sino en nombre de ellas. Para defender un estado de cosas o para establecer otro. La rebelión de esclavos nietzscheana: siempre esclavos de algún atributo, del antiguo o del nuevo dueño, de aquel que te ha quitado o de aquel por el que has dado la sangre. Para eso no hace falta recorrer ningún camino. Musil, que luchó en el frente, veía las cosas de otro modo, más dionisiacamente, aunque hablando de guerra cualquier justificación es absurda: tanto la de luchar por los atributos como la de hacerlo por su desaparición. 'Cuando se dice que en los momentos en que estalla una guerra entran en juego sugestiones de masas, ese estallido hay que entenderlo sólo como la explosión de un orden del que se han desatendido sus incómodas tensiones. Ese impulso explosivo con el que el ser humano se libera y -volando en el aire- se encuentra con sus semejantes, es el rechazo de la vida burguesa, la voluntad de desorden mejor que del viejo orden, el salto a la aventura, póngasele el apelativo moral que se le ponga', escribía Musil en 1921, lleno de todos los genios y demonios de su generación. Con el mismo ánimo con el que hacía balance un año después: 'La guerra actuó más bien carnavalesca que dionisiacamente, y la revolución se ha parlamentarizado'.

El Nietzsche de los últimos meses de cordura (?) de 1888 había predicado una cruzada verdaderamente dionisiaca: una guerra universal de universal aniquilación de los degenerados, que para él eran los enemigos de la vida misma -sin atributos, nunca mejor dicho-. Una guerra utópica, pero los motivos eran claros y distintos. 'Que nadie dé al hombre sus cualidades: ni Dios, ni la sociedad, ni sus padres o ancestros, ni él mismo', escribió entonces en el Crepúsculo de los ídolos. Años antes, sin fantasías guerreras ni ditirambos a Dioniso todavía, reclamaba 'para el espíritu libre el peligroso privilegio de vivir a la manera del ensayo' . Ensayando incesantemente, sin mayores honduras cualitativas que la de experimentar el vacío de todas, haciendo de paso un exacto inventario general de ellas, vivió Musil (Ulrich). Con su precariedad de fijaciones ideológicas. Errante entre sus personajes. Inventariando el 'manicomio babilónico' desde el 'secretariado general del alma y de la precisión'. En la 'utopía del ensayismo'. Porque a no ser en el arrebato de la locura violenta, la acción y el compromiso siempre quedaban distantes, paralelos a la intención, a los esfuerzos intelectuales. No era posible planificarlos en asamblea, desde un concepto que unificara la multitud de personajes y propuestas. 'La verdad no está en el medio, sino en derredor por todas partes, es como un saco que con cualquier nueva opinión que se introduzca en él cambia su forma y hasta se hace más firme'. Como la 'nueva moral' de que hablábamos.

Un hombre sin atributos consta también de atributos sin hombre. Es decir, un hombre sin atributos es consciente de que, a pesar de todo, la ausencia definitiva es la suya. 'La gente ya no encuentra su alma personal y adopta el primer alma de grupo que se le presenta y que menos le disgusta'. Identificándose con roles sociales o causas ideológicas: Leinsdorf con el poder político, Stumm con la disciplina militar, Sepp con el sectarismo partisano... Ulrich (Musil) no puede identificarse con ninguno concreto, sabiendo que sin ninguno en absoluto ni siquiera existe. No puede identificarse con alguno de los atributos dados y convertirse en hombre ideal, impersonal, extraño a sí mismo; pero sin ninguno no tendría siquiera de qué extrañarse. Por eso ni tiene ni no tiene identidad: es decir, tanto en un caso como en otro lo que no tiene son adjetivos que darle. Vive y piensa en la cuerda floja del hombre sin atributos y de los atributos sin hombre. Disuelto tanto en los atributos como en la falta de ellos. En un imposible 'punto de indiferencia, equidistante de todos', desde el que se ofrece otra perspectiva de sí y de las cosas, otra lógica de mundo: otra forma, en general, de (entender la) vida. 'Otra moral', 'otro estado' u 'otra condición', como decíamos. Por ahora, a todo eso 'otro' lo llamamos 'místico'. Un vacío al que no podemos asignar atributos: como el poco religioso 'Dios sin propiedades' del maestro Eckart o el 'Dios-nada' del zapatero Böhme. Un imposible trágico: como el de la unidad inalcanzable, o alcanzable sólo intermitentemente, de los 'gemelos siameses' Ulrich y Agathe, que aspiran al amor de un ser que se le parezca absolutamente a uno siendo otro, a una alteridad interiorizada que introduzca en un -otro- estado de júbilo y omnipotencia solipsista, parecido al del genio-microcosmos de Weininger. (Es en las relaciones místico-incestuosas de Ulrich donde más se hace perceptible ese 'otro estado' musiliano). 'La experiencia fundamental de la mística nace de una aspiración análoga a la fuerza del amor, de un poder anónimo de concentración, de un reagrupamiento interior de las fuerzas intuitivas... El deseo desaparece, ya no somos nosotros mismos y sin embargo por primera vez lo somos. El alma que se despierta en ese instante no quiere nada, no se propone nada, pero no es menos activa por eso'. He ahí las raíces místicas del hombre sin atributos. Del nihilismo de toda aquella generación. Y de instantes como aquél en que Ulrich ha de reconocer que es todo un carácter aunque no tenga ninguno.

Al borde todavía de ese hueco místico aún inhabitable, lo que sí está claro es que la pérdida de atributos del yo, o la del yo de los atributos, conlleva la ruina de todos los marcos de sentido tradicionales (ideologías, éticas, políticas, religiones) y hasta la de la posibilidad e interés de fundar otros nuevos. A la espalda las ruinas y delante el vacío: no es un mero ejercicio literario decir que ésa es más o menos la condición del hombre posmoderno. El yo sin índole ni identidad de Musil no es ya el del superhombre nietzscheano, al fin y al cabo una voluntad pura creadora de nuevas valoraciones, como fuera. Ni voluntad, ni razón, ni nada. Ni siquiera un cuerpo. Puro o impuro, el yo ya ni siquiera existe como tal. Es un yo escindido, oscuro; más bien sólo la sombra de un yo desahuciado, insalvable, irrecuperable. El de Freud, pero sobre todo el de Mach. Porque Freud, 'con los cariñosos halagos de su tratamiento', todavía hace sentir al individuo como si fuera la medida de todas las cosas, y le mantiene como tal aunque sea en la escisión -para Musil insalvable- entre el principio de realidad y los impulsos primordiales. Pero Mach va más lejos.

Es tremendo el nihilismo en el que se educa, que rezuma y que legó la generación de Musil. Bien que haya que aceptar con coraje nietzscheano el vacío de la realidad misma tras haber aniquilado sus sublimaciones abstractas, o que haya que bandearse freudiana, es decir, comedidamente en una realidad social sin exabruptos impulsivos. Lo que se quiera, pero ¿qué es esa realidad y quién el que la asume de un modo u otro? Una realidad y un hombre sin atributo alguno, diríamos. Sí, pero ¿qué significa en definitiva eso? Más allá de Nietzsche y de Freud, Mach enseñaba que el único hecho empírico verificable, incluso para la ciencia, es que lo real no es más que un complejo de sensaciones de un yo que no es más a su vez que otra sensación -de nadie-. (El cuerpo incluido). Que hablar de yo o mundo, de realidad física o psíquica, de cualquier cualidad acostumbrada, es mero modo de hablar. No es difícil ver las secuelas destructivas de este empirismo coherente hasta el final: en la corriente circular y universal de sensaciones se disuelven cualquier mundo superior y cualquier yo sustantivo, cualquier concepto de sentido más allá de esa empiria aplastante. Cualquier atributo y cualquier sujeto de ellos. Al yo sin atributos no le queda más que el nombre. Claro, que eso le da igual al que a pesar de todo los tiene. Y Ulrich (Musil) se queda en el dilema de siempre: a mayor claridad de conciencia, menor posibilidad de acción. En una especie de estupor místico, relegado en la empiria a la soledad, a la miseria y al olvido. Quien tiene atributos, aunque no sea más que un fantasma entre ellos, tiene también el bastón de mando. Los atributos sin hombre son los que causan guerras. El hombre sin atributos es quien las padece. Y para eso basta y sobra, en efecto, con las sensaciones.

BIBLIOGRAFÍA

Las tribulaciones del estudiante Torless. RBA. Barcelona, 1996. Seix Barral. Barcelona, 2001. Uniones. Seix Barral. Barcelona, 1995. Diarios de Musil. Edicions Alfons el Magnànim. Valencia, 1994. Ensayos y conferencias. Visor. Madrid, 1992. Tres mujeres. Seix Barral. Barcelona, 1992. Páginas póstumas escritas en vida. Icaria Literaria. Barcelona, 1979. Sobre la estupidez. Tusquets. Barcelona, 1974.

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