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Columna
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Imperialismo del dolor

Vicente Molina Foix

Hablemos del funeral. A un lado, miles de personas descuartizadas por una criminalidad aberrante que las redujo a fragmento o a nada (a nada más que un nombre de víctima, entero en el corazón roto de sus seres queridos); están siendo lloradas, homenajeadas en los estadios y los grandes teatros, y pronto serán vengadas. Al otro lado, una comitiva de mujeres con velo negro y niños de pueblo acompañando un cadáver expuesto sobre unas parihuelas. Esta imagen se ve menos ahora, por la frágil tregua entre israelíes y palestinos y porque tampoco Nueva York deja espacio en la información a los dramas menores. Antes del once de septiembre era la imagen diaria.

La bolsa sube y baja enigmáticamente, muchos hablan de valores de una civilización nuestra que hay que defender, y llega a sostenerse que aquellas personas no dispuestas a entregar todo su capital de conciencia e ideología a la coalición bélica formada son 'colaboradores del terror'. Me considero enemigo acérrimo del terrorismo y de las religiones que tantas veces lo sustentan, pero rechazo con repugnancia una tasación económica del dolor. En ese sentido sí sería colaboracionista. No de una concreta potencia extranjera, ni de una banda, secta o credo, sino de unas fuerzas aún dispersas y desarmadas que pretenden luchar para que la muerte de inocentes no cotice en el índice Dow Jones de la indignación occidental según el país de la pérdida.

También me gustaría leer la tragedia bajo la luz de las culturas. En el tan citado como (me parece a mí) poco leído El choque de civilizaciones, Samuel P. Huntington habla y hace recuento de los efectos de una mundialización cultural de cuño occidental frente a la que ciertas emergentes sociedades orientales -islámicas y confucianas- tratarían de crear, en defensa de sus rasgos indígenas, un 'contrapeso'. Huntington saca la conclusión -tendenciosa y creo que sincera- de que dicho contrapeso, ayudado en campo contrario por las corrientes multiculturalistas de las élites americanas y europeas, amenaza ese predominio occidentalista.

Pero ¿qué es hoy Occidente, y a qué cultura o fundamento civil nos sentimos unidos usted y yo, europeos con medios suficientes de subsistencia y una educación definida por la historia y mezcla de nuestros precedentes? Es la mayor falacia del libro de Huntington y de quienes en estos días de dolor de alto precio tratan de hacer un saldo con las diferencias. No hay un solo Occidente, y la emoción del momento, la solidaridad natural que despierta en todos nosotros la agresión antiamericana, no debería hacer olvidar la resistencia a unos principios que (con el señuelo de 'democracia', 'libertad de mercado','modernización') quieren imponernos una visión del mundo egoísta, mercantil, culturalmente soez y monocorde, representada de manera principal, digámoslo sin reparo, por el modelo estadounidense. 'Lo que para Occidente es universalismo, para el resto del mundo es imperialismo', escribe con intención paradójica Huntington. Pues bien, sí. La palabra imperialismo estaba ya polvorienta desde los años 60, y los cascotes de las Torres Gemelas pueden sepultarla definitivamente en nuestra garganta. A mí no me quema decirla.

Mi reino en esta tierra no es talibán, ni quiere saber nada de los protoislámicos de Justicia y Caridad, que por ahora sólo se manifiestan y hostigan a las mujeres marroquíes cuando se bañan en la playa. Siento tanto rechazo por ese fanatismo teocrático como por la democracia de los fanáticos tipo Ariel Sharon o la desvaída señora Thatcher. Los votos en las urnas israelíes no hacen menos terrorista a su líder lanzamisiles que al iluminado clérigo que -citando el Corán- incita al pobre suicida a ponerse la bomba en el cuerpo. No tengo religión, y mis fuentes le deben mucho a la tradición judeo-cristiana laica, la de Freud, Kafka o Woody Allen. Pero diez versos de un poeta palestino excepcional como Darwix, que vive sin país ni libertad, pertenecen más a mi cultura, me civilizan más que una occidental bazofia de Hollywood utilizada, al menos hasta el pasado once de septiembre, como objeto arrojadizo imperialista contra nuestra voluntad de hacer un cine distinto y ser abiertamente universales.

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