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Columna
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Pintar la ciudad

Cuando Antonio López plasmó con su pincel minucioso esa esquina en la que la Gran Vía se encuentra con la calle de Alcalá, bajo la luz calmada del amanecer, seguramente no quiso pintar Madrid, sino su Madrid. Y, sin embargo, en esa ciudad que la pericia realista del maestro nos ofrece, y que es a la vez la ciudad que él veía y la que soñaba, afanándose durante tanto tiempo bajo la misma luz, se ve más Madrid que en cualquier postal de souvenir con la Cibeles o en la imagen tópica de la bulliciosa Puerta del Sol. Todo pintor verdadero que se enfrenta a la iconografía de la ciudad, con sus convencionalismos y sus estereotipos, se somete a un gran reto, porque en definitiva ha de romper la tarjeta postal para ofrecernos la ciudad en su sustancia.

Eso es lo que ha hecho Pedro González, un gran pintor contemporáneo, de paleta feroz, que ha navegado siempre entre la tradición y la vanguardia, para pintar la ciudad, en este caso su ciudad, y mostrárnosla ahora como la gran ciudad del mundo, aprehendida desde el universo cercano, en la Galería Rayuela de Madrid. Sostiene González que 'la pintura es un proceso para llegar a plasmar aquello que no se puede pintar'. Supongo que es lo que le ha pasado a él con La Laguna, su ciudad de la isla de Tenerife, y lo que debe de haberle pasado a un grupo de excelentes pintores de nuestro tiempo que, bajo el epígrafe Pintar Sevilla, se propusieron hace unos meses recrear en sus lienzos la hermosa ciudad andaluza repleta de referencias y sobrada de recreaciones. Pero toda recreación pictórica de la ciudad es por necesidad fragmentaria, y Madrid, ciudad tan fragmentaria, no sólo rehúye la panorámica general para darse a conocer, sino que se explica mejor en sus contrastes. No es una ciudad en la que la espectacularidad arquitectónica del pasado, que la tiene, se imponga radicalmente, ni en la que su excelente arquitectura más moderna, que tampoco le falta, haya de excluirse para entenderla. Se pasa de lo antiguo a lo moderno en unos metros de camino, y de la gran urbe, al ámbito provincial y acogedor dando la vuelta a una esquina.

Si, como ha dicho Oriol Bohigas hace unos días, la ciudad es 'un lugar donde puedes buscar y encontrar sin buscar', Madrid es en ese sentido un paradigma de ciudad. Una superviviente entre sus propios derribos y una hija del azar histórico, que la ha maltratado mucho pero no siempre ha hecho de ella una víctima. Madrid nunca ha sido un proyecto, sino un resultado, una suma de propuestas arbitrarias que han acabado por darle el sentido de una casualidad. Ha resistido incluso los embates del mal gusto de munícipes como los actuales, que descuidan y desprecian las expresiones públicas del arte contemporáneo y pueblan la ciudad de mamotretos o de pastiches. Pero una suma de errores y aciertos la configuran como una ciudad mestiza y cosmopolita con la que no es imposible soñar para pintarla.

Y al ver ahora los cuadros de Pedro González en Madrid, en los que su ciudad se plasma desde la memoria o desde un sueño apocalíptico en el que los colores de nuestra tradición pictórica vapulean la ciudad, he añorado una paleta como la suya que se atreva con el reto de plasmar una sensación de Madrid, que es tan ciudad, precisamente porque es lo que también Bohigas entiende por ciudad: el lugar donde se da el conflicto. Ha ocurrido con la ciudad simbólica de nuestro tiempo, Nueva York, a la que no sólo los creadores plásticos, sino también el cine y la televisión, han sabido ver, incluso premonitoriamente, no sólo en su espectacularidad, sino en su caos, o en una cosa por la otra. Y no sé si hay ciudades, como París, que requieren la figuración para ser pintadas, o si a una ciudad como Nueva York la retrata mejor el arte pop que el realismo, o quizá todo eso sea una tontería, pero el Madrid de hoy no puede sentirse -hablo de la emoción pictórica- en una estampita. Sin renunciar a referencias y sombras figurativas o simbólicas, Madrid reclama ahora la osadía de la pincelada libre con la que Pedro González le saca las entrañas a su ciudad y derriba sus torres o incendia sus cielos.

Porque cuando la buena pintura aplica al paisaje el bisturí de la mirada, que es, entre otras cosas, el de la memoria o el de la atrevida premonición del arte, no es para complacerse en lo obvio, sino para inquietarse con su misterio. Y a Madrid, a pesar de todo, misterio no le falta.

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