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25 AÑOS DEL SOC
Columna
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Banderas de todos los colores

Aunque el 1 de agosto de 1976 no sea el día del bautizo del Sindicato de Obreros del Campo (SOC) si fue el de su nacimiento, porque todo arrancó de aquella reunión que poco después cantara Carlos Cano en su pasodoble Chiclanera.

En Antequera se juntaron muchos hombres y alguna mujer, llegados desde decenas de pueblos andaluces después de muchas conversaciones y movimientos tácticos del más puro corte leninista. Allí estaban, fundamentalmente, militantes del Partido del Trabajo (PTA), dirigentes de movimientos inspirados en la doctrina social cristiana y también invitados que de antemano se sabía que no seguirían pero que convenía que estuvieran.

El método no podía ser otro en aquella carrera de obstáculos que había abierto Adolfo Suárez y el objetivo, muy secillo: romper la inercia que existía en las poblaciones agrícolas tradicionales donde las organizaciones sindicales como CC.OO no arraigaban por una razón: los eventuales no cabían en ninguna de las ramas de su estructura; es más, ni siquiera esas personas tenían conciencia de su identidad laboral. 'Del campo' era lo que ponían entonces todos en su D.N.I.

Así que el SOC lo primero que dio -aunque entonces no lo supiéramos- fue eso que ahora llamamos 'autoestima'. A partir de entonces, todos los que comenzaron a entrar en esta órbita sindical supieron que eran jornaleros. Eran algo y, además, se unían sentimentalmente a la Historia por medio de ese nombre. El gentío de cada mañana en las plazas para ofrecer su trabajo ya no fue masa en sentido orteguiano sino una colectividad. 'Jornalero: España, loma a loma / es de gañanes pobres y braceros. / No dejes que el rico se la coma, / jornalero', voceaba con palabras de Miguel Hernandez y trazos de Feliz de Cárdenas el primer cartel de la organización.

Cuando un año después llegara la legalidad y con ella las actividades abiertas, como las de las ocupaciones de fincas, ese simbolismo ponía en el horizonte algo más que unas reivindicaciones laborales: ponía la meta de un desarrollo integral que concitaba una alianza de verdad entre fuerzas del trabajo y de la cultura.

Por eso el sindicato pudo asumir los objetivos autonómistas con mayor naturalidad que otros, incorporar a las mujeres al trabajo en las mismas condiciones que los hombres, plantearse la conquista de los ayuntamientos cuando llegaron las elecciones municipales y, desde ellos, desencadenar el proceso hacia la consecución de un autogobierno de rango histórico. Sólo la actitud torticera del ministro Martín Villa, aduciendo que la c minúscula, de la palabra 'Candidatura de Unidad de Trabajadores' de una localidad implicaba que no formaba parte de la coalición, impidió que la formación electoral contara con un Diputado Provincial en Sevilla.

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Exceptuando la aceleración del proceso en algunos casos, poco tuvo que ver el SOC en la reforma agraria que entonces comenzó a plasmarse por un procedimiento muy sencillo: adaptar las tierras a la demanda de los nuevos mercados. Los jornaleros (y las jornaleras) pasaron a ser colonos, cooperativistas, emigrantes a zonas andaluzas de agricultura intensiva, trabajadores de diversas industrias, a perseguir el número necesario de peonadas para cobrar el desempleo o, también, alcaldes y concejales. Algo impensable unos años antes.

Veinticinco años después, objetivamente, el SOC forma parte del patrimonio histórico de la transición democrática en Andalucía, de esa crónica de un sueño, presentada hace poco en sociedad como la memoria necesaria para el nuevo paso -menor o mayor, que el tiempo lo dirá- que se dará con una reforma del Estatuto de Autonomía que, como tal, no tiene más vuelta atrás que la de la yugulación.

Pero ese patrimonio es en gran medida arqueología (con todo el valor de la arqueología) porque acabó sucumbiendo a la tentación localista y abandonó la bandera de la reforma global, civilizatoria, que hoy sería importantísima para los nuevos obreros del campo: la mano de obra inmigrante, abandonada a su suerte, con bastantes probabilidades de caer en manos de organizaciones islámico-fundamentalistas o cristiano-pentecostalianas.

Estos nuevos braceros no son -de nuevo- más que unos indocumentados sin identidad; del campo, pondrán seguramente en su primer papel. No contarán, si nada lo remedia -que a lo mejor podría remediarse- con una organización para integrarlos dignamente.

Y a lo mejor sólo haría falta, en las filas de las largas marchas de las carreteras, alternar las banderas blanquiverdes con otras de todos los colores.

P. CABO

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