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Columna
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La razón

Tengo un amigo que dice haber leído que aquello que produce más satisfacción en una persona no es el sexo o la salud o el dinero, sino tener razón. Cuando a uno se le quiere otorgar una buena ofrenda no hay, desde luego, nada como darle la razón. En medio de las deficiencias y turbaciones en que cumplimos nuestras vidas no existe algo tan confortador como tener razón. Se tiene la razón y todo el mundo puede conducirse como quiera, se obtiene la razón y ya pueden oírse pasar pájaros. Lograr la razón no es, de otra parte, un vulgar resultado del amor de alguien ni algo que se encuentre al alcance de un prójimo benevolente o con piedad. A los locos se les da la razón como una manera de librarse de su sinrazón y con el sobreentendido de que caerá en saco roto. Recibir de alguien la razón como Dios manda reclama que el donante posea de antemano una autoridad bastante, pero de otro, que venga a corroborarnos desde un convencimiento pasional y claro. Hay muchas veces en que uno mismo, al exponer sus argumentos, sólo cree en ellos de la manera corriente en que se cree lo propio, pero basta que ese juicio ilumine a otro y lo convenza para que el sentimiento de la razón se transforme en una firmeza luminosa y de ahí proceda el enorme bienestar. Obtener la razón de este modo, tan imprevisible como celestial, aumenta prodigiosamente la fe en uno y, al mismo tiempo, lo que era una sencilla creencia personal se convierte en una convicción proclamante; lo que pasaba someramente por una opinión adquiere la sustancia de un concepto, y de ahí, probablemente, se configuran los detalles medulares de nuestro carácter.

Dos opiniones coincidentes afilan el valor del juicio y cada uno procura al otro, con sus puntos de vista, la visión total. Los amigos muy próximos, las parejas que se entienden, los hermanos que se respetan, son constitutivos de estas lumbres que deciden la inteligente resistencia de nuestro yo. Sin ellos vamos tambaleantes o con su repetido desacuerdo, nos precipitamos en la confusión de no saber, ni de creer, ni de estar a nada. Faltos de estar precisamente en la decisiva afirmación que proviene del otro; en la fe de otro que hace fehaciente alguna posible fe en mi yo.

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