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'Lehendakari'

El comienzo de la VII legislatura vasca no puede ser más terrible. ETA mata antes, durante y después del debate. Si es Ibarretxe o si hubiera sido otro. Mata en Madrid, en Navarra, en Guipúzcoa. A un policía nacional, a un concejal, a un policía autónomo. Las explicaciones sobre las acciones criminales de la banda terrorista se debilitan si se las pone en relación con circunstancias tan diversas. Matan o extorsionan o violentan la calle, para aterrorizar, y, mediante el terror, imponer su idea de la identidad. Totalitaria, exclusiva y excluyente.

Mientras esto no se comprenda seguiremos buscando explicaciones que no existen. Pronunciando condenas que cada vez suenan más huecas. El hecho es que matan y que se trata de ellos o nosotros, siendo aquí 'nosotros' todos los que no coinciden con su interpretación asesina de la identidad y todos los que creen en la ciudadanía como fundamento de la convivencia en democracia

La propia denominación del jefe del Gobierno vasco señala identidad diferenciada, lingüística y cultural. Lo único que no está en juego es, precisamente, la identidad. Por eso la negación de la misma, en pro de una homogeneidad impuesta, como ha ocurrido en el pasado, nos lleva al fracaso. Por eso la pretensión ahistórica de confundir identidad con Estado nación, y llevar esta confusión a una construcción política basada en la etnicidad, pone en riesgo la convivencia democrática, cuyo único sustento válido es la ciudadanía.

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No hay una sola manera de ser vasco o catalán, como no la hay de ser español o europeo. Nadie puede atribuirse, sin dramáticas consecuencias, la condición de guardián de las esencias identitarias.

En la intervención de Ibarretxe he oído de todo. Defensa de la vida y la libertad; lucha contra la violencia criminal, incluida la callejera; diálogo por la paz en el Parlamento; autogobierno desde el Estatuto, desde su cumplimiento íntegro y su modificación; política social, económica y educativa.

Coincido en algunas cosas, y en otras, menos o nada, pero, lo preocupante es que no se ven las prioridades y una parte de las formulaciones sirven para interpretaciones cargadas de dobles sentidos y de confusión.

Esto ocurre con la no nombrada -pero implícitamente contenida- autodeterminación. Más aún cuando la intervención se produce al día siguiente de la publicación del contenido del Pacto de Gobierno PNV-EA.

Es confuso lo que llaman ámbito de decisión, a veces en el Estatuto, o en la modificación del mismo, otras en su superación 'soberanista', o en la negación de su legitimidad.

Como no participé de la furia cainita desencadenada contra el nacionalismo vasco entre diciembre de 1999, cuando la tregua de ETA amenazaba con redevenir práctica criminal habitual y se acercaban las elecciones generales de 2000 y las autonómicas de mayo pasado.

Como tampoco fui parte del 'entusiasmo' que llevó al señor Aznar, en septiembre de 1988 y ante el anuncio de la tregua de ETA, a llamar Movimiento Nacional de Liberación Vasco a esta banda de asesinos de la peor especie, sin cuestionar el después denostado Acuerdo de Estella.

Como en ambas situaciones mantuve un criterio diferente, puedo seguir haciendo uso de la autonomía personal para decir que cada día me siento menos nacionalista. Esto se puede y se debe entender en su versión periférica o centralista, ya sea nacionalismo de vieja data o posmoderno, oportunista o recuperador de esencias.

De todo lo dicho en el debate, me preocupa que la prioridad de las prioridades, la lucha contra la violencia terrorista que niega el derecho a la vida y la libertad, siga confundida con la divergencia de opiniones sobre autodeterminación, ámbito de decisión o soberanismo. Esta discusión, legítima democráticamente sin la amenaza del terror, se vuelve absurda en el contexto de muerte y violencia que imponen los terroristas. Más absurda cuando divide la unidad necesaria para acabar con ellos.

El viejo Estado nación, como respuesta a los desafíos de la sociedad industrial, está en proceso de cambio. Su estructura se descentraliza hacia fuera, como vemos en la Unión Europea, y hacia dentro, como vemos en los procesos español, alemán, británico, italiano, belga, e incluso francés. También sus funciones clásicas están cambiando, al ritmo de su retirada de la generación directa de riqueza, de producto bruto, aunque aún no se sepa en qué nuevas tareas se empeñará o cuáles de las viejas seguirá preservando.

Ambas cosas tienen su lógica ante la insuficiencia del Estado nación para enfrentar los desafíos de la revolución informacional que lo desbordan, o para representar los intereses ciudadanos insertos en ámbitos de democracia más local, más próxima. Cada vez más el poder del Estado nación se proyecta a la coordinación hacia fuera y hacia dentro de las competencias que va cediendo. Cada vez más representa la diversidad, no sólo de opiniones, sino de creencias, de culturas, que conviven bajo la condición de ciudadanía.

Por eso, el mayor error que podemos cometer es la vinculación entre identidad y Estado nación, explicable en el siglo XIX, que frustró las expectativas vascas y catalanas ante el desastroso comportamiento de los dirigentes políticos del Estado español. Pero es innecesario e inadecuado en los comienzos del siglo XXI, de la nueva civilización informacional, que está exigiendo espacios regionales supranacionales para enfrentarla con éxito, compatibles con afirmaciones de ámbitos locales o regionales internos más próximos a los ciudadanos y a las pautas culturales de sus comunidades de origen.

Podemos reflexionar juntos sobre identidad y Estado nación, o etnicidad y Estado nación. Si la reflexión es honesta, veremos la inexistencia de una relación de coherencia sostenible en una democracia de ciudadanos. Podemos concluir que la etnicidad, no sólo racial, sino cultural o religiosa, entendida como identidad excluyente, imposibilita la convivencia democrática, tratando de establecer supuestos derechos colectivos ligados a conceptos manipulados de pueblo o nación, que terminan excluyendo al 'otro'.

Podemos hablar en serio de la autodeterminación. En su nivel interno, como la ejercimos los españoles en la aprobación de la Constitución, o los vascos, catalanes, gallegos, etcétera, en la aprobación de la Carta Magna y en la subsiguiente de los estatutos. O en su nivel externo, tal como la definen los pactos internacionales que nos obligan, convenida para dar cauce a los procesos de descolonización del siglo XX. Autodeterminación como secesión de las potencias coloniales.

Podemos hablar de todo ello, pero sin confundirlo con la violencia criminal, el asesinato, la extorsión o la kale borroka. Es decir, democráticamente, desde el juego de las mayorías y minorías que respetan la legalidad vigente, nacional e internacionalmente, en sus contenidos y en sus formas para cambiarla.

Pero antes de discutir qué entendemos cada uno por autodeterminación, ámbito de decisión, articulación territorial, participación en la construcción europea, despejemos la prioridad de las prioridades: garantizar la vida y la libertad acabando con la violencia criminal de ETA.

El debate se convierte en sarcasmo a los ojos de los que sufren la violencia, de los que no se sienten libres por la amenaza y la extorsión, si no está meridianamente clara la prioridad y la voluntad de que opere como tal para todos: poder autonómico y poder central, partidos en el Gobierno o en la oposición. Porque es responsabilidad de todos, desde las autoridades de la comunidad vasca a las autoridades centrales, y no sirve ya escudarse en el otro.

Hablar seriamente de nuestro futuro en común, como nación de naciones integrada en un proyecto europeo, como identidad de identidades con proyección en el mundo hispano, exige estar de acuerdo en la eliminación de la violencia, sin ambigüedad alguna y entre todos.

No hay un problema de lucha armada, sino de banda de asesinos. Por eso no es necesaria una respuesta armada. Si se trata de criminalidad organizada, hay que luchar con los medios policiales y la cooperación de todos para terminar de una vez con la impunidad.

Esto es lo que me gustaría que entendieran los nacionalistas vascos y los que han creído que ganarles es destruirles, empleando argumentos morales contra los discrepantes, pretendiendo que los asesinos se comportarían de otra manera si el lehendakari hubiera sido otro.

Estamos viviendo momentos difíciles y temo que van a empeorar. Para trabajar seriamente, para ganar credibilidad frente al terror, hay que hacer renuncias importantes o todos seremos arrastrados por la vorágine.

Cuando había un Gobierno socialista, la tentación era culparlo por ineficaz. Ahora, con el Gobierno del PP no podemos cometer el mismo error, ni aceptar que busquen a otros culpables, salvo los que lo son: los terroristas. No estamos mejor que hace cinco años, sino peor, y hay que reaccionar frente a la derrota del Estado democrático, que nos afecta a todos.

Ganar es acabar con los violentos, garantizando la convivencia en paz y en libertad. Perder es permitir que ellos acaben con nosotros. Ésa es la mayor inmoralidad política y no valen excusas para nadie que se considere demócrata.

Felipe González es ex presidente del Gobierno español.

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