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Columna
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Predadores de La Serranía

Junto a la pasarela del Pont de Fusta y sobre el muro que encauza el Turia recayente al Portal de Serrans todavía se lee una desvaída pintada de los años ochenta que dice La Serranía se muere. Lerma nos quiere. Sustitúyase el nombre del político por quien le ha sucedido y el sarcástico graffiti sigue estando vigente, como revalidó una manifestación reciente de serranos y capitalinos solidarios, comúnmente indignados contra esta fatalidad. La Serranía se muere, aunque más cierto es que la están matando a dentelladas por la infeliz circunstancia de que su subsuelo es un filón minero donde toda explotación hace de su capa un sayo con soberano desdén por el paisaje y el paisanaje.

La Serranía es una comarca deprimida que la mejora de las comunicaciones ha situado a un pitillo del cap i casal. Sin embargo, todavía nos parece lejana e incluso ajena. Sobre todo, a los sucesivos gobiernos de la autonomía, que no parecen haberse enterado, pienso benevolentemente, de cuanto ocurre sobre esos 1.400 kilómetros cuadrados, donde subsisten o malviven 18 municipios y un censo de 14.000 almas que año tras año mengua y envejece exprimido por la emigración forzosa de sus gentes más jóvenes. Un territorio abrupto, bello y lo bastante rico como para frenar esa sangría. Un paraje tapizado de pinares y sobrados atractivos para enderezar su degradación.

Pero tiene también lo que aparentemente constituye su desgracia: es un potosí de arcilla, arenas caoliníferas y caolín, que proveen las fábricas de gres de La Plana -capital de la euforia económica- y otros emporios industriales, pues dichos minerales contribuyen a la elaboración de una amplia gama de productos que van desde la cosmética a la petroquímica, papel o colorantes. Sin embargo, La Serranía apenas participa en el festín. Cierto es que esta actividad extractiva moviliza alguna mano de obra y una flota de transportistas, que lógicamente se aferran a lo que tienen, sin parar mientes en lo que colectivamente están perdiendo y que los más lúcidos del lugar tratan de defender alertando a propios y extraños.

Y nos alertan acerca de la manera voraz, infame e impune con que se desarrolla esta explotación minera, que está despellejando literalmente el territorio, con casi 200 canteras a cielo abierto, sin la menor ordenación y mucho menos restauración del espacio depredado, por más que leyes y convenios les obliguen a ello. Aquí se cumple el lema de que todo el monte es orégano, arcilla o caolín, para el caso, y nadie pone coto al desmadre. No lo hace la Consejería de Industria, quizá por la presunta complicidad con sus clientes privilegiados, pero tampoco la de Medio Ambiente, de la que puede decirse que no está ni se le espera, aunque se lleven por delante montañas protegidas como la de Santa Catalina, en Aras de Alpuente, barbaridad bendecida por la justicia, pues la ley es así de pintoresca en ocasiones. Y, como queda dicho, sin que este desguace ecológico deje un rastro de prosperidad y de futuro.

Aunque algunos municipios se han negado a ser mordidos por las empresas mineras -el citado Aras y Titaguas- y otros han optado preferentemente por el fomento de sus recursos turísticos, hay que subrayar que nadie pretende desahuciar a la minería, sino disciplinarla para que no descarne la tierra más allá de lo estrictamente necesario, y reponga el daño infligido, que no destruya acuíferos y paisajes entrañables o ruinas seculares, y retribuya justamente las arcas municipales. En suma, que no se comporte como un invasor abrasivo y colonialista, abusando de una población deprimida y unas autoridades indulgentes o tarambanas, por no afilar los calificativos.

No es temerario pronosticar que La Serranía acogerá a no mucho tardar un aluvión de segundas o terceras residencias u otra alternativa turística y que percibirá el dividendo de su ubicación y excelencia paisajística. Pero eso exige que no la deforesten, ni la esquilmen y que se le propicie ese porvenir. A lo mejor la Generalitat puede hacer algo más que situar vertederos en esa comarca.

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