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Columna
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Simeón

El triunfo de Simeón II en las elecciones de Bulgaria es algo más que una ópera bufa en un país menudo y marginal. Con frecuencia, la voz de los más pobres sirve como indicio de un sentir que va contagiando el mundo, y la exaltación de Simeón II representa menos la victoria de una determinada facción que el éxito de una creciente quimera: el ascenso del sueño apolítico sobre la política real.

El capitalismo de ficción provoca estos efectos especiales. Los ciudadanos búlgaros han pasado del horror del partido único a la partitocracia, pero en una y otra fase la corrupción ha sido la crema segregada por el régimen, el jugo pestilente que ha desprendido la política. Lo que han votado los búlgaros ha sido, por tanto, lo otro, la nada, la inodora abstracción de un zar.

Los reyes, los zares, una vez reciclados por el paso de la historia, pierden su composición y emergen como símbolos netos. No prometen reducir el desempleo ni crear viviendas sociales; no programan controlar la inflación ni reducir el deficit público. Los zares reciclados son criaturas puras, sin siquiera proyectos de bienestar. Más bien al revés: ellos son todo el Bien.

Simeón II no es en consecuencia una entidad real llegada para resolver cuestiones materiales, sino un ser suprarreal elegido para sublimar las penas. En medio del caos de Bulgaria, es imposible que este rey venga destinado a promulgar decretos o propagar ideologías. Su intervención es de otro orden: es de un orden melancólico e imaginario. Un orden insensato, fuera de la razón y de la historia, fuera de las circunstancias y de la geografía, porque así, liberado de referencias concretas, es como Simeón alcanza a ser munífico.

Bulgaria, como otros lugares del planeta, desde Angola o Kenia a Singapur, han adoptado formas democráticas que han multiplicado la injusticia y la desigualdad. La democracia fue en esos lugares la coartada de los logreros, el sortilegio mediante el cual se han segado más vidas. Pero un rey reciclado no tiene nada que ver con la ignominia. Es la atemporalidad y la apolítica, el láudano que cambia el descrédito y la culpa real de la política por el sueño de su desaparición.

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