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Columna
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El concurso de la Sagrada Familia

Llegará un día, tarde o temprano, en que se convocará un concurso para terminar adecuadamente las obras de la Sagrada Familia. Ello sucederá cuando la minoría selecta que sigue planteando frívolamente la paralización o demolición de lo construido acabe reconociendo que se trata de una obra tan emblemática que lo mejor es terminarla bien. Pero sobre todo, esto sucederá cuando los miembros de la junta constructora del templo expiatorio se den cuenta de que ya están en el siglo XXI, y no en el siglo XIX, cuando Gaudí concibió su obra. Ya no se puede seguir gestionando el monumento más visitado de Barcelona con los criterios parroquiales tradicionales. Ha habido una evolución de más de cien años y el conjunto de la Sagrada Familia representa fenómenos muy distintos de lo que fue en sus orígenes.

Es cierto que a lo largo de las obras ha habido desaguisados: desde las intervenciones de los años cincuenta hasta las esculturas de Josep Maria Subirats. Pero la potencia de la idea general de Gaudí absorbe estos defectos. Y ninguno de los tres argumentos básicos de los detractores de la obra es ya válido. El argumento de la autoría es el que cayó antes. Es insostenible atacar la obra porque la mayor parte no haya sido realizada en vida de Gaudí. La empezó Francesc de Paula Villar, la definió en sus directrices generales Gaudí y ha sido continuada por otros autores, tal como ha sucedido a lo largo de la historia y tal como nuestra época de la reproductibilidad técnica de la obra de arte potencia ampliamente. Respecto al significado, a su carácter simbólico como emblema del integrismo y conservadurismo religioso, templo expiatorio de los pecados metropolitanos contemporáneos, toda sociedad es capaz de transformarlo; ahora mismo, además de un templo. es un parque temático y turístico. Y respecto al argumento de la falta de calidad de las obras, no hay mejor solución que un concurso para garantizar la calidad del tramo definitivo.

Pero tampoco se aguantan los argumentos providencialistas de los que dirigen la continuación de las obras. Viejos y nuevos problemas son suficientes para exigir un cambio radical de planteamientos. Incluso desde la óptica anacrónica de la terminación de un templo expiatorio es clave recurrir a un buen arquitecto contemporáneo. Las naves de la Sagrada Familia poseen una estructura espacial de delirante desarrollo vertical para la que es vital el desarrollo espacial longitudinal. Gaudí era consciente de ello y proyectó una fachada principal que literalmente se situaba sobre la acera de la calle de Mallorca y que, saltando sobre ella con un puente y una gran escalinata, se prolongaba por un espacio público que hoy está ocupado por edificaciones, especialmente una de una conocida promotora inmobiliaria barcelonesa situada justo en el lugar previsto para la escalinata.

Pero están, además, las nuevas cuestiones. ¿Cómo integrar todos los adelantos técnicos y de instalaciones de los últimos 100 años que Gaudí no pudo prever en su proyecto? ¿Cómo hacer el templo accesible, seguro, bien señalizado, iluminado con los medios contemporáneos, adaptadoa a la sensibilidad contemporánea, a los nuevos medios de comunicación e información? ¿Cómo adecuarlo a lo que es, un atractivo para la visita de los turistas?

Para todo ello es necesario plantear un concurso en el que, sin eliminar a ninguno de los técnicos que dignamente calculan, proyectan y dirigen las obras, se añada la figura clave que falta: un arquitecto que a principios del siglo XXI reúna cualidades asimilables a las de Gaudí a principios del siglo XX. Alguien que dé coherencia al final de la obra, solucionando la complejidad de la resolución de la fachada, pensando su terminación y acabados, adecuación e interiores, y sobre todo, todas las relaciones del edificio con la ciudad: accesibilidad, señalización, visualización, espacios públicos, aparcamientos, comercios; en definitiva, reformando toda la huella urbana de una obra de acceso masivo que revierte en muchas manzanas a la redonda. Alguien, además, que aporte nuevos criterios para los acabados finales, para evitar el kitsch que se anuncia si se sigue el gusto de los promotores actuales.

Está claro que existen arquitectos capaces de plantearse esta complicada misión. Para evidenciarlo, citaré a seis equipos que podrían participar en un futuro concurso por invitación: Óscar Tusquets, que ya ha demostrado una fuerte voluntad de simbiosis con otro modernista, Lluís Domènech i Montaner, en la reforma y ampliación del Palau de la Música Catalana; Rafael Moneo, el arquitecto español más prestigioso y sabio, que está terminando otra obra de similares dificultades: la catedral de Los Ángeles, en un down town al que cuesta tanto revitalizar; Elias Torres Tur y José Antonio Martínez Lapeña, con la suficiente imaginación y capacidad creativa para pensar este tramo final de las obras; Santiago Calatrava, de obra polémica y dispar, pero sin duda inspirada, entre otras fuentes, en la obra de Gaudí; Juli Capella, joven arquitecto y diseñador que ya ha afrontado obras tan complejas como el centro de ocio en Can Dragó, y Enric Ruiz-Geli, joven arquitecto y escenógrafo. Por lo tanto, es posible convocar un concurso, ya sea por invitación o ya sea abierto, con un jurado lo más imparcial y competente posible, permitiendo la participación de arquitectos jóvenes.

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Tarde o temprano llegará el día en que se vea claro que la Sagrada Familia requiere una mente creadora, un arquitecto actual de la talla que tuvo Gaudí en su época, que piense este tramo final. Entonces la ciudad demostrará que es más democrática y que ya casi no quedan islas medievales como el actual recinto de la Sagrada Familia. Pero cuanto más tarde se haga el concurso, peores serán los desaciertos que irán desvalorizando la belleza de la estructura de las naves laterales y de la nave central tal como ya se han realizado.

Josep Maria Montaner es catedrático de arquitectura.

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