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De la violencia de la gramática a la gramática de la violencia

El ataque ilustrado -el de 'Mambrú' o el de Guibert- era el 'oblicuo'. Una violencia elegante -la del setecientos- porque entendía de los límites de la misma. La violencia sin otros límites que los de la técnica es una atrocidad moral y una grosería intelectual producto del militarismo nacionalista del XIX, por más que fuera interpretada por Clausewitz en uno de los ensayos más inteligentes que se han escrito jamás. Su máxima era du feu, du fer et du patriotisme y su manifestación práctica consistía en el ataque fiero y ciego -point de manouvres, exigía Hoche- en columna.

A mí se me ha administrado eso, el ataque de una columna de Javier Tusell, sin mayores distingos, precisiones y matices. Con honrosas excepciones, éste ha sido más bien un país de grandes trazos, de brocha gorda, a veces genial, pero raramente delicada, detallada y primorosa. Uno está hecho al olor a fritanga, que todo lo impregna; al vaivén de verbena, que todo lo revuelve, y a la charcutería intelectual, que todo lo despacha a cuarto y mitad. Por tanto, si se tratara de una grosería intelectual más, uno dejaría pasar -aunque haya sido por partida doble- la falsa atribución o la interpretación abusiva, incluso el dudoso gusto que mezcla una cita de mi ilustre antepasado con la modestia de mi nombre. Pero, claro, esto ya no es un divertimento, un juego académico florentino. Aquí hay muertos por medio. De modo tal que el desliz intelectual se convierte en traspiés moral. Y eso ya es más grave. Impone una aclaración.

Se comprende que la modestia de mi artículo en Claves -que es el texto aludido para ser desfigurado- sea un eximente de atención en la lectura, pero no una coartada de imprecisión en las citas. En lugar alguno he 'califica[do] de parafascistas [a los] de[l] PNV' (EL PAÍS, 19 mayo 2001, página 16) ni que 'Arzalluz se llam[e] [o sea] Adolf [Hitler]' (ídem, 10 de marzo 2001). Yo no he dicho ni escrito semejante cosa. Jamás. La cuestión tiene pocas alternativas: o bien se cita la página y párrafo del artículo donde literalmente se vierten esas afirmaciones o se disculpa uno por la errónea atribución. Todo lo demás serán enojosas explicaciones e interpretaciones abusivas de un texto que habla de otras cosas y plantea otros problemas al hilo de la morfología política comparada.

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Ya que vamos de alusiones familiares, en algún lugar tiene escrito mi abuelo que cuando el curita de aldea o caserío quiere apuntillar al fariseo presenta una figura grotesca y deshonesta de sus razonamientos para mejor descabellar el argumento. Se trata de una forma de violentar la gramática que no contribuye a la comprensión y al debate civilizado, interesante e inteligente. Dejando a un lado ese disparatado baratillo intelectual que todo lo mezcla y agita, 'casi aline[ándome]' con no se sabe qué cruzadas mediáticas, en que no he participado, la idea 'plural' de España, que no he discutido, la 'distinta visión de las cosas desde Madrid, Barcelona y Bilbao' y otros colectivos heterogéneos, que no alcanzo a aprehender, yo no me he referido al PNV, así en genérico. 'No los he conocido a todos', que diría Chesterton. Me he referido, sí, a los actuales dirigentes del PNV y a determinada estrategia política (Eguíbar et alii) que me sigue pareciendo errada, preocupante y sumamente peligrosa. Y la he comparado, haciendo los matices y distingos que me dejaba el espacio y tono de un ensayo, con la deriva nacionalista del Zentrum alemán. Un 'partido cuya impecable tradición democrática se remontaba al siglo antepasado' -como tuve ocasión de precisar en el referido artículo-, pero que, entre 1929 y 1933, rompió una coalición democrática con el Partido Socialista para precipitarse en un frente (de Harzburg) junto a grupos nacionalistas variados, algunos reaccionarios, otros hasta totalitarios (los nazis). La idea era 'domesticar', pero también heredar y controlar el capital de popularidad del nacionalismo totalitario. El vitriólico experimento, que pareció empezar bien, terminó en desastre, como les suele ocurrir a los partidos democráticos con ese tipo de liaisons dangereuses con revolucionarios. Ello no convirtió al Zentrum en fascista o 'parafascista' -aunque no sepa exactamente lo que se quiere significar con dicho término-, sino en equivocado y hasta descarriado. Tampoco hizo nazis de Brüning, Perletius o Kaas, sino víctimas del 'lobo' al que pretendían 'cabalgar sujetándolo de las orejas' (Suetonio). Certificó, además, el hecho de que el totalitarismo revolucionario (nazi o etarra) no está tan interesado en la soberanía nacional como en la conquista del poder totalitario.

Eso, lo primero, es lo que se comparaba con el PNV, su actual liderazgo y la apuesta del frente de Estella. Y, lo otro, lo segundo, el totalitarismo etarra y su combinación de electoralismo, vandalismo callejero y terrorismo, es lo que se medía con los nazis y su morfología revolucionaria. No hay, pues, para qué mezclar y revolver entidades y personas de naturaleza heterogénea que ni se comparan ni se combinan. El PNV, como partido, tiene un origen carlista, autoritario y etnocentrista, del que no se habla porque no hace al caso, pero una larga práctica democrática que, por haberla registrado, he sido duramente criticado en la competencia (cfr. José María Marco en El Mundo). Su actual dirigencia ha padecido algunas confusiones entre 'pueblo' y ciudadanía y pudo haber entrado en una peligrosa deriva soberanista, sin necesidad de hacerse etarra. Arzalluz (o Eguíbar) pudo haberse visto tentado a una alianza con socios indeseables sin que ello le convierta en Kantauri. Uno puede registrar un error político que, a la postre -y de porfiar en él- desembocará en tragedia, sin que ello necesariamente signifique predicar la transformación totalitaria de la naturaleza democrática de la formación política que lo comete. Unas elecciones conceden legítimamente el poder. Registran además el acierto de unos políticos a la hora de vender un producto identitario primario, aun cuando respetable y estable, y la disposición de un electorado más proclive a comprar sueños de negociación que realidades de revolución. Pero los votos no garantizan el análisis científico sobre el poder, sobre la naturaleza y objetivos totalitarios e inasimilables de determinados movimientos revolucionarios.

Unas elecciones podrán confirmar un gobierno, pero no cambiarán la realidad de la pavorosa revolución totalitaria que está en marcha en el País Vasco. Precisamente, el punto central del dichoso artículo es que la cuestión no va de soberanía, ni la solución 'está principalmente en unas elecciones inequitativas' en que 'los candidatos de oposición acuden hasta las urnas escoltados para no ser masacrados' (la cita es de cosecha propia). Soy mucho más pesimista o realista que eso. El tenebroso problema con que nos enfrentamos todos -sobre todo los independentistas demócratas- es de poder, de poder totalitario. Y la purga deberá consistir en una gobernación de ley y orden que restablezca las condiciones de libertad -la administre Oreja o, mejor aún, un Ibarretxe reforzado y confiado- si queremos evitar la peor alternativa de un conflicto civil.

Todo esto puede estar equivocado (ojalá), pero, indudablemente, tiene mucha más relación con estrategias revolucionarias de asalto al poder que con el pluralismo cultural o la organización administrativa de un espacio político, ya sea autonómica, federal, confederal o independiente. Lo grave aquí no es un posible texto de reforma constitucional o de tratado de secesión. Eso lo podríamos lamentar (sobre todo los vascos) o añorar (aquellos que hemos vivido tanto las provincias forales). Pero, a los que no creemos ni en la verdadera -que le decía el paisano gallego al predicador protestante- y no somos nacionalistas (españolistas), no nos llevará más allá de una melancolía asumible, aunque triste. Lo verdaderamente grave en este pleito, lo inasumible es el pretexto: la violencia revolucionaria como método de hacer política.

Hace un cuarto de siglo hicimos una Constitución sin tolerar el chantaje de la violencia. Si queremos asegurarnos que el golpe de Tejero pase a la historia como la última llamarada jacobina del descarriado militarismo nacionalista (español) debemos resistirnos a que el chantaje de los milis euskonazis la convierta en la penúltima, condicionando una posible reforma o lectura constitucional. Tregua no aparece en el diccionario político como sinónimo de abandono de la lucha armada, entrega de las armas, renuncia expresa a la violencia como método político y desmantelamiento de un extenso e intenso tinglado revolucionario. Todo lo que sea negociar sin esas precondiciones y lapso de tiempo razonable que permita recobrar, con la seguridad, la tranquilidad y el sosiego, un clima aceptable de libertad, será una trampa que nos tenderemos a nosotros mismos. Porque, sobre la mesa de negociación, deambulará, inevitablemente, la sombra siniestra de la amenaza: de que se conceda esto o aquello (poco importa que sea la autodeterminación o la readmisión en Sintel) o se volverá a atentar contra nuestra vida y secuestrar nuestra libertad. Se estará especulando, en definitiva, con derechos fundamentales que son nuestros y que no hemos delegado por el voto en gobierno alguno. Se tratará, en suma -e independientemente de su contenido- de una proposición filosóficamente obscena, moralmente indecente y políticamente explosiva.

Habremos integrado la violencia en nuestro sistema y todo nuestro mercado político, todos los actores se reordenarán en función de ese nuevo dato letal. Ahí tiene nuestro columnista el cuchillo del filósofo, sin mango, pero esta vez con hoja de doble filo. Porque la violencia no desaparecerá. Se perpetuará, reproducirá e imitará. Y, así, violentando la gramática del poder y del derecho, habremos penetrado en el lóbrego escenario de la gramática de la violencia. Se habrá vuelto a dar, como decía Maura cuando se golpeó la Constitución en 1923, 'un maldecido paso atrás'. Por muchos años.

José Varela Ortega es catedrático de Historia Contemporánea.

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