Antonio Muñoz Molina recuerda sus difíciles relaciones con Granada en un libro inacabado
La revista literaria 'Sin Embargo' publica el primer capítulo de la obra del escritor jiennense
Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) recuerda en un libro sus difíciles relaciones con Granada. El novelista inició un libro de recuerdos sobre la ciudad que interrumpió cuando llevaba 130 páginas escritas. La revista literaria Sin Embargo, que sacan a la calle la Diputación de Huelva y la editorial sevillana Renacimiento, acaba de publicar en su número 12 el primer capítulo de este libro inacabado. Este capítulo recoge los ataques de los que Muñoz Molina fue víctima en la ciudad donde 'más tiempo' de su 'vida había pasado'.
El director de Sin Embargo, Hipólito G. Navarro, muestra su satisfacción por haber podido sacar a la luz este capítulo. Navarro hace hincapié en que sólo se conocían 'dos fragmentos de este libro, ambos publicados en Revista de Occidente'.
Los hechos relatados comienzan en 'un largo atardecer de mediados de mayo, en 1996, en la Huerta de San Vicente', a donde Muñoz Molina había acudido a presentar una lectura de poemas de su 'amigo Rafael Juárez, que fue dueño, durante muchos años, de una querida librería de Granada'. Esta lectura sirve de pretexto argumental para que el escritor evoque algunos aspectos de su difícil relación con la ciudad.
'En ese tiempo yo pasaba una parte de mi vida en los aeropuertos, en el aeropuerto de Madrid y en el de Granada, en los aviones que me llevaban de un aeropuerto a otro y en los taxis donde repetía agotadoramente el viaje siempre idéntico entre el aeropuerto y la ciudad', escribe el autor de El jinete polaco.
Tendencia a la reserva
Muñoz Molina trataba de pasar desapercibido en la ciudad donde había residido la mayor parte de su vida. 'No, no quería ver a nadie, hablar con nadie. Igual que otros caracteres tienden naturalmente a la expansión, el mío tiende a la reserva, de una manera instintiva que no tiene mucho que ver con la voluntad, ni casi con el afecto', relata.
Sin embargo, no todo se reducía a una cuestión de carácter. 'Tenía otro motivo para mantenerme lo más invisible que pudiera en Granada. En el periódico local se habían publicado cosas muy desagradables sobre mí. Granada puede ser una ciudad muy hostil para quienes viven en ella, muy vengativa, muy ingrata. El que no sale de ella se asfixia despacio, se va aletargando en una sofocación gradual de la que a veces ni él mismo se da cuenta: el que se marcha, el que hace algo fuera, es sometido de manera automática a un escrutinio en el que nunca faltan la mala leche ni el sarcasmo. Hablo, desde luego, de los ambientes más o menos cultivados, más o menos próximos, a lo que podría llamarse la vida cultural, término muy antipático que sin embargo tiene la virtud de ser muy exacto. La vida cultural es todo aquello que tenga que ver con las concejalías o con las delegaciones provinciales de cultura, con las vocalías de cultura, con las páginas de cultura del periódico. La vida cultural es un gregarismo desganado de última hora de la tarde, de conferencias sin mucho público y copa inaugural de una exposición en la sala siempre reluciente de mármoles artificiales de una caja de ahorros. La vida cultural es mirar al día siguiente de un acto cultural la columna de chismes del periódico a ver si sale en ella el nombre de uno resaltado en negritas, y descubrir casi siempre que no. En el periódico de Granada, hacía algún tiempo, unos cuantos desalmados situados en la periferia más rencorosa se habían dedicado con cierta convicción a escribir calumnias y sugerencias turbias sobre mí, y yo me llevé la sorpresa de que fuera justamente en la ciudad donde más tiempo de mi vida había pasado y en la que tenía más vínculos donde se me trataba con una malevolencia más envenenada', relata el autor de Sefarad.
Su conclusión es bastante triste. 'Hubiera querido no volver nunca. Pero a una cierta altura de la vida, sobre todo si se tienen hijos, ya no es posible el lujo de las rupturas radicales. Ya que no podía irme del todo, intentaba que mi presencia en Granada fuese lo más parecido a la invisibilidad', escribe Muñoz Molina.
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