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Columna
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La sexy-ciudad

Hasta el día 29 está en la Tate Modern de Londres una exposición sobre nueve grandes ciudades de los cinco continentes y muy diversas entre sí. Una, por ejemplo, Estambul, y otra, en contradicción, Tokio. Lo importante no es la semejanza ni tampoco su contraste. Lo decisivo es que la ciudad se introduce en el museo como nuevo objeto de consumo, al modo en que las motocicletas y Armani han pasado por los circuitos del Guggenheim.

Lo normal, hasta ahora, es que fueran las ciudades las que albergaran los museos. ¿Por qué, ahora, los museos hospedan a la ciudad? Y no cualquier museo: precisamente la Tate Modern, que con esta primera gran muestra se presenta como el último grito en el juego de la postmodernidad. No en vano la directora de exposiciones, Iwona Blazwick, ha demostrado su sensibilidad por el arte sensacionalista de la Saint Martin School of Art y define a Londres como ciudad postmoderna: 'reciclada, irónica y capaz de extraer belleza de lo más ordinario'.

De lo más ordinario, que eran las grandes ciudades al comienzo de la industrialización, se ha pasado a este reciclaje de las metrópolis occidentales para presentarlas como artefactos de consumo. Hace menos de dos siglos, en pleno capitalismo de producción, la ciudad era el lugar donde habitaba el ejército laboral de reserva. Luego, hace menos de un siglo, en el capitalismo de consumo, fue donde brillaban los objetos de consumo. Ahora, inaugurado el siglo XXI, en el estrenado capitalismo de ficción, es el lugar de la fascinación. Ya no bastan los escaparates en los bajos de los edificios ni los grandes anuncios coronando las torres. Hoy los rascacielos, de arriba a abajo, son erigidos para crear sensaciones de ilusión. Berlín, con las obras fulgentes de Sony, Daimler Chrysler o Asea Brown Boveri en la Potsdamerplatz, muestra los diseños de Renzo Piano, Helmut Jahn, Arata Isozaki, Richard Rogers o Rafael Moneo, dentro todos de la misma operación de placer.

No se trata de lo que ya ocurría en el Nueva York de los años 20 y 30, cuando los Rockefeller erigían su condominio dorado y Chrysler o RCA izaban sus cuarteles generales en Manhattan. Entonces esas sedes fijaban sus cimientos en el corazón urbano porque la gran ciudad era su lugar natural de comunicación y relaciones comerciales. Ahora, sin embargo, se trata tan sólo de simulacros. Con Internet y las telecomunicaciones globales, las empresas no tienen sede central y tienden a materializarse en el extrarradio, a lo ancho de un territorio indefinido que constituye la cancerosa sprawl city. Las corporaciones logran así terrenos de precios más bajos, más facilidades para el aparcamiento y menos inconvenientes para garantizarse medidas de seguridad. Los altos edificios empresariales son en nuestro tiempo decisiones que no se relacionan con la comunicación, la producción o la comercialización sino con la ficción. Contribuyen junto a los nuevos museos a lo Gehry, los hoteles a lo Stark, las tiendas-espectáculo a lo Nike, los barrios a lo Disney, los clubes nocturnos, los restaurantes exóticos, a la maniobra de tematizar la ciudad.

En los países más ricos de Occidente la ciudad sirve cada vez menos para vivir y cada vez más para fantasear. Nueva York, Roma, Viena, Amsterdam, Londres, se autoproponen como destinos turísticos, factorías de producción de experiencias, aventuras, visiones. La ciudad occidental tiende progresivamente a seguir el modelo que ha culminado en Las Vegas hace tiempo. Numerosas ciudades de EE UU se han convertido, en los 90, a la vegasización, y los edificios fulgurantes, los centros de entretenimiento, los museos, han proliferado desde Seattle a Boston. Europa, desde Bilbao a Berlín, sigue los mismos pasos. La megaciudad es inhabitable, peligrosa, improductiva, viciosa, mistificada, única. Ha llegado el momento de explotarla como el parque temático más excitante, el máximo artificio en el capitalismo de ficción.

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