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Columna
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La ley y la huerta

Cuando volvemos a Valencia por la carretera de Barcelona, poco después de pasar Castellón, la mirada parece expansionarse, se amplía, se dilata y el corazón se llena de una alegría vital. Hay una especie de respiro ancho que acompaña la vista. Desde las suaves faldas de las montañas, que quebraron ya sus alturas y quedan a nuestra derecha, la atención se desliza por la llanura verde y fértil, lisa como la palma de la mano, firme, sin ondulaciones, uniforme en su horizontalidad, buscando su límite natural en aquella otra horizontalidad que le da el mar, azul claro, azul profundo, azul cambiante, según sea el momento del día, según las corrientes marinas, según la temperatura del agua y mil otras cosas más. En cualquier caso, claramente destacable del otro azul del cielo, mas claro éste por la leve y continua blancura que le proporciona la humedad de nuestro clima. Los campos verdes, tenazmente trabajados por la mano de los labradores, con un saber contenido en miles de años y con un hacer siempre nuevo, renovado en unos cultivos, en unas plantaciones y en una recolección que se acopla a los tiempos, a la demanda y a las necesidades, aparecen divididos por finas líneas de trazado rigurosamente geométrico: son los propios lindes de los campos, de los distintos cultivos y de los trazos de los surcos provenientes del arado.

Aquí y allá se destacan masías y alquerías, pequeñas poblaciones, árboles aislados que emergen su porte, como la palmera, la higuera, la morera, el plátano de paseo y alguna vez la araucaria, esta última especie traída de América a finales del XIX y que siempre se encuentra asociada a una masía o alquería rica. Las construcciones están orientadas en general al sol naciente, al mar, para poder beneficiarse del suave viento de levante que amortigua un poco los sofocos del verano, como hace también la sombra de los árboles, sabiamente escogidos, desde años, por sus frutos y su umbría y también por su carácter simbólico. Existe una profunda relación del hombre con la naturaleza. Se ha formado un sistema en el que las cosas se relacionan mutuamente, y si el cielo lo cobija y el mar y las montañas lo contienen, todos ellos como elementos naturales, la tierra, de aluvión antes de haber sido trabajada, ahora transformada en tierra de cultivo, ha modificado el paisaje sin alterarlo bruscamente, sin dañar el entorno, haciendo correr el agua por acequias y surcos y produciendo frutos, dando vida, teniendo como base la naturaleza, viviendo en ella y de ella, convirtiéndose casi en ella misma, trabajando según sus leyes y no contra ellas. El sol, la inclinación de sus rayos, la luna, los diferentes vientos, el paso de las estaciones, la temperatura, la humedad relativa, las lluvias, todo ello es lo que protege y da vida a los cultivos y constituye, a su vez, la primera y más importante lección del agricultor.

Pero no hagamos trampas. La huerta que nos rodea ha dejado de ser ese preciso y precioso panorama productivo, hermoso y positivo que todavía se mantenía importante en 1960. A partir de esta fecha ha desaparecido el 50% de su territorio. Por aquí, mas allá, hacia el norte o hacia el sur, por todas partes aparecen el asfalto y el hormigón. Carreteras, puentes, autopistas, construcciones, urbanizaciones salvajes en la costa, inoportunos chalets adosados hacia el interior, almacenes, fábricas y, al sur de la ciudad, contenedores y más contenedores que agrupados y en pisos se suman a un desorden sin nombre. Todo ello pisa, destroza, deshace, masacra las tierras e imposibilita los cultivos, derriba construcciones, muchas de ellas antiguas y la mayoría en buen estado, perturba el paisaje, pone barreras a los vientos favorables, limita brutalmente las vistas, obstruye el paso natural de las aguas, y anega terrenos cuando llueve y convierte otros lugares en eriales. De manera que la huerta sigue cultivándose, pero solo allí donde la especulación y el lucro todavía no ha entrado, devastándola.

Este gran paisaje que todavía rodea la ciudad constituye un patrimonio único, único desde el punto de vista histórico, agrícola, cultural, humano y ecológico. Pero hay que protegerlo, hay que frenar la expansión urbana desatada desde hace años, y últimamente todavía más intensa. Desgraciadamente, para el propio ayuntamiento y para su entorno, es decir, para constructores, promotores y especuladores en general, la huerta tiene un mero valor de reserva barata de suelo para nuevas construcciones. Para el importante urbanista italiano Campos Venuti, en las ciudades italianas de los sesenta -y ello puede extenderse desgraciadamente a nuestras ciudades en época actual-, el territorio extraurbano es considerado como un espacio vacío, eternamente en espera de ser ocupado por una edificación cuyos principales fines son especulativos, y peor aún, como el receptáculo de todos los usos subalternos que la ciudad rechaza de su propio territorio urbano (entiéndase aquí la terrible ocupación de contenedores antes mencionada, por ejemplo, y que anega La Punta y zonas colindantes llegando a Pinedo, Castellar etcétera). Esta situación en la huerta se hace todavía más trágica y absurda, más lacerante, si tenemos en cuenta su alto valor arriba citado, histórico, agrícola, cultural, humano y ecológico.

En defensa de esta huerta acaba de aparecer una respuesta ciudadana, al margen de partidos políticos, con un alto y entusiasta nivel de adhesiones. Todo desde la ciudadanía. Se ha presentado un escrito a las Cortes Valencianas en el que, por medio de la aplicación de la INICIATIVA LEGISLATIVA POPULAR, al amparo ésta de la Constitución española y del Estatuto de Autonomía, mediante la recogida de 50.000 firmas en un periodo de tres meses, promover la adopción de medidas legales de protección de la Huerta de Valencia, aplicar con todo rigor la legislación vigente de la Ley de Patrimonio cultural valenciano y la Ley de espacios naturales protegidos en aquellos aspectos que atañen a la huerta, crear, si es necesario, un organismo supramunicipal e interinstitucional que elabore un plan de protección específico para garantizar los usos agrícolas, y velar para que en todo ello haya la máxima participación democrática. Se trata de conseguir un modelo de desarrollo distinto al que hemos conocido hasta ahora, que contemple también los valores naturales y culturales y que sea sostenible y mejore la calidad de nuestro entorno, de manera que no nos tengamos que avergonzar de nuestro legado a las generaciones que nos siguen.

Trini Simó es profesora de Historia del Arte.

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