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Columna
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Cosmopolitas

En la víspera de este Día de Andalucía, enseño a mis alumnos el significado de la palabra cosmopolita: aislados entre valles y minas abandonadas, no le ven utilidad a aprender palabras de más de dos sílabas, pero ésta sí es importante. Hubo dos o tres generaciones de griegos provocadores, libertinos, salvajes y sabios que llenaron ese término de ramas y de pájaros, que le prestaron una solidez que luego se desmoronó. Eran los tiempos en que los imperios se alargaban hasta Oriente, en que las religiones se hacían mestizas, en que el eclecticismo alcanzaba por igual a los frutos del mercado y las ideas del ágora: apenas un siglo antes, el joven dios Alejandro había unido bajo su puño a griegos y bárbaros, mezclando Macedonia con Egipto y Persia hasta las columnas de Levante. Alejandría era esa estación de encuentros imposibles donde se contaminaban las lenguas, los alimentos, las filosofías y los templos, en un sistema de vida único que poseía idéntica validez, idéntica extrañeza, para cualquier hombre de cualquier raza o credo: era la ciudad enferma de Cavafis, el museo kitsch que canta Terenci Moix. En aquel imperio, como en los que vendrían del Mediterráneo, nadie era extranjero porque todos lo eran. Allí los griegos aprendieron a pensar de otra manera. Platón, nos cuenta Diógenes Laercio, poseía hermosas alfombras y amaba Atenas sobre todas las cosas; Aristóteles, lleno de anillos, era incapaz de concebir otra forma de gobierno justo que no fuese la ciudad-estado. Diógenes, en cambio, vive en un tonel, se masturba en la calle, bebe de sus manos en las fuentes públicas. Cuando le preguntan de dónde procede, él responde con una palabra inventada: es kosmopolités, cosmopolita, ciudadano del cosmos, de todas partes. Allí donde va se siente entre hermanos, como Walt Whitman, o vague donde vague jamás se desprenderá de la sospecha de ser un advenedizo, un convidado de piedra; la patria, afirmaba Séneca, presunto andaluz, está donde nos hallamos a gusto.

Platón y Aristóteles han tenido muchos discípulos, Diógenes bastante pocos. Aquel amor por la adulteración y la mezcla, por la pura libertad del alma para escoger azarosamente sus raíces, se ha encarnado en escasas ocasiones en la rabiosa historia de nuestro Occidente: se me ocurren dos o tres Babilonias amenazadas, el París previo a la invasión prusiana, la Viena previa a la Primera Guerra Mundial, el Berlín previo a la Segunda. El resto han sido las banderas, los himnos, los cuadros conmemorativos, los documentos de identificación, las Reales Academias y los misioneros; cediendo a su más pedestre instinto de territorialidad, el ser humano toma las tijeras y corta los mapas en pedacitos, inventa patrias, busca grupos sanguíneos, fabrica ilustres antecesores en los que poder invertir una respetable cantidad de bronce o mármol. Hoy hacemos honores a la bandera que nos separa de los catalanes, de los austriacos, de los siberianos, de los bereberes. Es el precio que tenemos que pagar, supongo, por el bienestar social y la estabilidad psicológica: aquellos sabios cosmopolitas y apátridas vivían en el arroyo, se rascaban la sarna con teja, eran indigentes y felices. Nosotros tenemos nuestros frigoríficos y por eso debemos defenderlos de los inmigrantes.

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