_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Las tiendas

Son como el pecho de las ciudades y su respiración marca las épocas del año. Pueden pasar del aliento tranquilo a la tormenta, del acompasado espíritu de una amante que acaba de dormirse a la tos cavernícola de las fumadoras más contaminadas por los ruidos del humo y por las urgencias del despertador. Las tiendas son en cualquier caso una parte de nuestra intimidad, duermen o se despiertan a nuestro lado, nos complican las fiestas o nos embellecen las rutinas, se olvidan de sus compromisos o nos llaman para imponernos una lista interminable de agravios y de exigencias. Más allá de toda lógica, enraizadas en los pliegues de la memoria y en los bordes de la dependencia sentimental, las tiendas hacen con nosotros lo que quieren, rompen cualquier propósito de enmienda, consiguen sacarnos de nuestra casa (del libro, el silencio, la copa y las zapatillas) para abandonarnos en un tumulto de paraguas mal cerrados, botas enemigas y codazos. Una tienda murmura nuestro nombre, y allí estamos nosotros, aprovechando el momento más inoportuno, en busca de lo que todo el mundo está buscando, haciendo cola en un mostrador que sufre dolores de cabeza y está cansado de preguntas, timideces, prisas y devoluciones.Y se las ve venir desde muy jóvenes, porque las tiendas son iguales a sí mismas desde que tienen uso de corazón. Cuando yo era niño, en mi barrio mandaba la tienda de Carmela, una pequeña habitación que escondía dos o tres grandes superficies futuras, el mundo en un pañuelo, el mestizaje de los comestibles, la taberna, la droguería, la botica y los juguetes. Hacerle la compra a mi madre era una tortura cotidiana, porque un río de mujeres se aprovechaba de la inutilidad infantil para colarse, y yo veía a la multitud saltar sobre mí, sin atreverme a protestar, sofocando los nervios de la lista que temblaba en mi mano. Una tortura real, pero elegida libremente la mañana de los domingos, en cuanto me caía un duro en el bolsillo, porque me lanzaba a la tienda de Carmela en busca de petardos, tebeos, cromos o bolsas de soldados, soportando que las vecinas se colaran una detrás de otra, mientras me daban besos y recuerdos para mi madre.

Es grave y completamente absurdo aceptar sin necesidad el martirio de los grandes almacenes. Pero resulta todavía más peligroso para la estabilidad sentimental admitir que uno es un misántropo, que ya está bien de papeles de regalo, de ilusiones infantiles, de ternuras domésticas y de tarjetas de crédito con alas de ángel de la guarda. ¿Qué sería del corazón sin las tiendas? Somos eso, unos niños envueltos en papel de regalo, buscando amores más poderosos que la muerte, mientras la realidad se nos cuela en un tumulto partido por las sonrisas y los pisotones. Sólo las enseñanzas de la edad permiten fórmulas silenciosas de venganza y de consuelo. En las escaleras mecánicas de hoy recuerdo el comercio de ayer, la tienda de Carmela, que cerró sus puertas un día para quedarse en los huesos. También estas grandes superficies serán un día ruinas, actrices viejas, soledad, pura nostalgia.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_