¿Fue modélica la transición a la democracia?
"Existen pocas satisfacciones comparables a la de transmitir la historia con orgullo", dice Timothy Garton Ash en su Historia del presente, que acaba de publicar Tusquets. Es muy cierta esta afirmación, y porque la apliqué a la transición española a la democracia, Vicent Navarro escribió el pasado 17 de octubre en EL PAÍS un vehemente artículo en contra. Dejemos las minucias, de entrada, a un lado. Me atribuye haberle encuadrado en un "sindicato de damnificados", cuando ni le mencionaba: con ese entrecomillado me refería a quienes, como Calvo Serer y García Trevijano, han escrito libros que vienen a ser una enmienda total a la transición cuando ésta hizo posible unas elecciones a las que no se presentaron. Si por "damnificado" se entiende "sujeto paciente" de un régimen dictatorial difícilmente puedo tener otra actitud que el respeto para quien se aplique tal calificativo porque me siento incluido en él. No fui miembro "del primer Gobierno de derechas en el primer Gobierno democrático (sic)", a no ser como modesto director general en materias educativas y culturales y, desde luego, en nada me identifico con el régimen de Franco.Todo eso tiene escaso interés si no fuera porque Navarro plantea una de las grandes cuestiones de nuestro tiempo, la manera de enfrentarse con un pasado conflictivo y lo hace en un momento en que, un cuarto de siglo después de 1975, los españoles vamos a conmemorar dos aniversarios importantes, la muerte de Franco y el comienzo de la transición. Es positivo que el debate sobre ellos tenga lugar y sería bueno que adquiriera un tono elevado.
Conviene, por tanto, empezar por no simplificar presentando a la derecha española como no es. En su estado actual no le profeso mucha simpatía: siempre recordaré el pasado de Fraga y hubiera preferido que el PP votara una condenación del Dieciocho de Julio, aunque fuera por el procedimiento de considerarlo como "golpe fascista", tal como quiso el PSOE de un modo un tanto elemental. Pero la derecha española no es el franquismo, afortunadamente. Como tampoco fue franquista Cambó: basta leer lo que escribió en sus diarios sobre el general. Y, en cuanto a las diversas posiciones en aquel régimen, creo que conviene también hacer matizaciones. Resulta obvio que López Rodó no fue una especie de "demócrata reprimido" en el momento en que era ministro, pero no cabe duda de que tampoco fue un Girón de Velasco y que cuando vino la democracia aceptó, como Fraga, la Constitución. En la literatura necrológica o simplemente retrospectiva, el juicio resulta siempre parcial, por comparativo. Todavía la derecha española tiene mucho que aprender de Cambó y a la más extrema no le vendría mal evolucionar hasta López Rodó.
Pero vayamos a lo más importante. Navarro piensa que en la transición hubo un error de partida (no diré "pecado original" para que no me considere un meapilas o un chupacirios). Ese error sería que no se persiguió al franquismo, no se puso en votación la Monarquía y se concedió una prima a la derecha que todavía dura, incluso en los medios de prensa. Examinemos brevemente esas opiniones.
Lo primero que resalta en ellas es la falta de realismo. De partir de esa interpretación, la transición hubiera sido imposible o muchísimo más conflictiva. Basta con imaginar lo que hubiera sucedido si el PCE hubiera querido mantener la bandera republicana; el PSOE, su adscripción histórica a este régimen, y todos los que habían servido al régimen franquista, las leyes del Movimiento. Afortunadamente, no fue así. Con la persecución se plantea idéntico problema. ¿Tendríamos que desear que hubieran sido procesadas personas tan excelentes como Ruiz-Giménez, Laín Entralgo, Aranguren, Ridruejo, Satrústegui o Tarancón por una parte de su vida? Aparte de no ser cierta la prima concedida a la derecha, por lo menos desde 1979, ¿qué debería hacerse para compensar a la izquierda de ese punto de partida?
Navarro parece de la opinión de que habría que haber repetido un proceso semejante al de 1945, a la caída del fascismo. Parece olvidar que la democracia fue benevolente en países como Italia y Francia en aquella ocasión. Pero, sobre todo, no tiene en cuenta que las circunstancias eran muy diferentes en aquella ocasión y en la oleada de transiciones democráticas que se ha producido desde mediados de los setenta a comienzos de los noventa. En la primera había existido un conflicto bélico, mientras que en la mayoría de los casos de la segunda la transformación fue de terciopelo o, si se quiere, una mezcla entre reforma y revolución (revolución ha sido llamada). En muchas ocasiones se optó por una especie de perdón preventivo para evitar mayor conflictividad. La excepción se ha dado en el caso de los países hispanoamericanos donde la represión estaba muy cercana y había sido muy brutal. En ese caso lo mejor ha sido siempre una sanción inmediata y de forma legal y ordenada. En los países ex comunistas ha habido sanciones limitadas y apartamientos obligados de la vida pública.
En España, lo peor de la represión había acontecido hacía tiempo, pero, además, no creo que hubiera amnesia colectiva, sino más bien amnistía recíproca por voluntad de reconciliación. Nadie de la oposición se empeñó en olvidar su pasado y el de los demás; a nadie se le obligó, de forma larvada o directa, a que renunciara a su pasado por haber servido a aquel régimen. Eso reviste una indudable grandeza, en especial en el caso de los que sufrieron más: sólo las víctimas pueden perdonar y su magnanimidad es proporcional a lo padecido. Comparados con los sufrimientos de la guerra civil, en cada uno de los dos bandos, o de los peores tiempos represivos del régimen, la mayor parte de los miembros de la oposición del franquismo sentiríamos vergüenza y ridículo de traer a colación lo que pasamos.
El término "modélica", aplicado a nuestra transición, puede parecer un producto de la autosatisfacción. Pero tiene en su favor no sólo a la clase política en su inmensa mayoría, sino a una larga serie de especialistas como Linz, Stepan, Huntington, Schmitter, Whitehead o Morlino. El carácter ejemplar nace de la consideración del punto de partida y el de llegada, de las dificultades y los resultados del proceso. España había tenido un régimen más fascista que Portugal y mucho más duradero que Grecia. Dotada de una estructura institucional completa, con pocos resquicios para el cambio, no era posible llenar las instituciones del régimen anterior con contenidos democráticos. Su pluralidad interna y el problema del terrorismo añadían inconvenientes adicionales y, por si fuera poco, no existía un modelo que seguir porque 1945 estaba demasiado lejano y las circunstancias habían variado. Y, sin embargo, constituyó "un caso paradigmático de transición pacífica pactada y de rápida consolidación democrática" (Linz). El proceso se hizo a base de innovación y no quedó incompleto, con islas autoritarias, como en Chile. Diez años después de que tuvo lugar, el 76% de la población se sentía orgullosa de la transición y la posiblidad de una marcha atrás era remota. Por si fuera poco, aparte de llegar a una democracia desde una dictadura, se había sustituido a un Estado muy centralista por otro considerablemente descentralizado. La Monarquía tenía entonces (y aún más en el momento presente) un apoyo generalizado. Los juicios de personajes políticos de otras latitudes -Michnik, Havel, Sanguinetti...- acerca de la transición española producen incluso rubor: como "la mayor hazaña del siglo XX" la ha descrito el primero. Supongo que el ejercer de Catón, como una especie de severo censor moral, resulta reconfortante, pero me parece que en este caso carece de sentido.
Pero, en fin, lo que parece más desorientado en la opinión de Navarro es que mediante esta enmienda a la totalidad, en mi opinión bastante indigente en argumentos, no se consigue hacer un juicio crítico realista y viable en el momento actual de la propia transición. Las sanciones y las purgas durante la última oleada de las transiciones a la democracia no han servido para mucho y tampoco se han visto libres de una ejecución conflictiva, por más que hayan sido en ocasiones necesarias e incluso imprescindibles. En España hubieran sido contraproducentes, y el prescindir de ellas ha dado un resultado positivo. Lo que, en cambio, nadie puede poner en duda que tiene un efecto catártico es el conocimiento de lo que realmente sucedió. No se trata de proponer, en España, el establecimiento de una especie de "Comisión de la verdad", como las de Suráfrica y de Chile, pero sí de facilitar más medios para conocer el pasado, tenerlo más presente como elemento vertebrador de la vida pública y como punto de partida al que se debe ser fiel. Se dan las condiciones más oportunas porque la reconciliación se ha producido ya en la sociedad española y porque entre los historiadores reina un apreciable consenso en la interpretación del pasado más reciente. En vez de pensar que arrastramos un fardo penoso que nos condena a tan sólo una semidemocracia, debiéramos asumirlo de forma más completa y extraer de él sus últimas consecuencias.
Javier Tusell es historiador.
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