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El arte de la fuga

Nuestro guardián se llamaba Aquilino y vestía un severo uniforme azul oscuro que relucía más por lo desgastado que por los galones dorados que festoneaban sus bocamangas y solapas. Aquilino, centinela en su garita siempre en penumbra, hacía honor a su nombre de ave de presa y desde su engañosa inmovilidad controlaba la estrecha puerta de acceso, y escape, del Real Colegio de las Escuelas Pías de San Antonio Abad, al que, apeándole el tratamiento, todo el mundo en el barrio y fuera de él llamaba San Antón.El viejo y sombrío caserón de la calle de Hortaleza, entre las de Santa Brígida y Farmacia, fue edificado como hospital para enfermos infecciosos, recalificado a fines del siglo XVIII como colegio de escolapios, incautado y convertido en cárcel checa en el Madrid republicano, reabierto como colegio religioso en la posguerra y por fin abandonado, desahuciado y arrumbado, a la espera de que se caiga por su propio peso, con alguna ayudita que otra, y se le pueda sacar partido al espléndido, céntrico e histórico solar.

Pero no adelantemos acontecimientos; estábamos en aquellos años, primeros sesenta de nuestro siglo, en los que Aquilino, el cancerbero de vista de águila, reinaba en su garita; Celestino, el bedel y factótum, irónico y contemporizador, vigilaba los laberínticos pasillos, y el padre Rufino, hercúleo prefecto, rematado en un punzante cepillo de pelo, imponía su implacable disciplina.

Los reclusos de bachillerato, entre los que me contaba por aquellas fechas, sabíamos por referencias de nuestros educadores del reciente uso carcelario de las instalaciones en las que nos educaban y reeducaban. Hospital, cárcel y colegio, tres ingratas instituciones, vulneradoras de la libertad, en nombre de la salud, la justicia y la educación, hermosos y terribles conceptos.

Escapar de un edificio diseñado para tales fines era todo un desafío para los alumnos; la férrea prohibición de abandonar el colegio durante las clases se castigaba con un aumento de las horas de reclusión, una o dos más de confinamiento, después del horario escolar. Probar la fuga tenía todos los alicientes de un reto de iniciación casi ineludible para integrarse en la élite de los héroes, una selección que no tenía nada que ver con la del cuadro de honor. El fuguismo era una asignatura más, aunque para aprobarla había que suspender en conducta; el fuguismo era una asignatura práctica porque avivaba el ingenio, aguzaba la picardía y agujereaba el supremo concepto de autoridad que Dios Padre había delegado en el padre Rufino y en sus acólitos. Si me preguntaran hoy cuál es el sabor de la libertad tendría que hablar de aquellas mañanas liberadas de las aulas, de aquel indefinible bienestar físico y psíquico, visual, gustativo y olfativo que brotaba al caminar por las calles prohibidas y descubrir una ciudad inédita en horario laborable. Del grato placer y el inefable cosquilleo del peligro, de la íntima satisfacción que surgía de haberle robado a la vida y a sus implacables rutinas unas horas de libertad.

Unos placeres de los que no podían gozar hasta hoy los estudiantes de los colegios madrileños autorizados a dejar durante los cicateros minutos de recreo sus centros de enseñanza. De vuelta al patio de la prisión por orden de la autoridad educativa comunitaria y autonómica, los alumnos volverán a sentirse reclusos y tal vez ensayarán de nuevo las viejas artimañas de la fuga, una enseñanza que quizás les sea más útil el día de mañana que muchas de las que recibieron durante sus horas lectivas.

En este sentido, la orden de la Consejería de Educación adquiere ciertas connotaciones pedagógicas, contrarias desde luego a sus intenciones, pero no por ello menos educativas. Aprender a fugarse sigue siendo una asignatura pendiente, por ejemplo, para los padres de esos alumnos que tratan en vano cada fin de semana de escapar a la macrocárcel en la que se ha convertido la ciudad y acaban encadenados sin remedio en fatigosas caravanas, cuerdas de presos que avanzan penosamente haciendo entrechocar sus grilletes, conscientes de que pagan cada minuto de su fingida libertad en la carretera con un tributo de sangre a los señores del petróleo.

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