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Tribuna
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Conmigo o contra mí

A favor del comprensible y justificadísimo clamor popular contra los renovados asesinatos de ETA han vuelto a arreciar los llamados a tomar partido inequívoco en un dilema maniqueo que sólo ve como posibles dos posturas: "¡Con ETA, o con la Constitución y el Estatuto!".El principal interpelado por ese ultimátum es el PNV, al que se presiona para que abandone Lizarra como condición indispensable para ser aceptado entre los demócratas, e incluso para volver a dialogar con él, pero también son arrojados a las tinieblas exteriores de la ingenuidad culpable y la implícita complicidad con ETA los llamados "equidistantes", los "partidarios del diálogo", los "pacifistas a ultranza" y todos cuantos declaran sentirse incómodos en ambos lados de la barricada.

A sabiendas de lo intempestivo de las siguientes consideraciones y pese a que no me considero incluido en ninguno de esos desprestigiados casilleros, quiero exponer algunas reflexiones y preguntas que contribuyan a relativizar la creciente unanimidad en torno a la supuesta inevitabilidad y bondad de esa simplificación maniquea.

No creo ser el único cuyo rechazo a ETA sin paliativo alguno no obedece fundamentalmente a motivos políticos, sino a motivos éticos, al rechazo incondicional de la muerte como instrumento político, sea cual fuere la finalidad que se invoque: la independencia de Euskadi, la soberanía de España, el socialismo, la democracia o cualquier otro de los múltiples ídolos que los hombres han inventado para morir y matar por ellos. Al margen de los espinosos problemas políticos que se derivan del intento de sacar todas las consecuencias de ese rechazo ético, hay una que me parece indudable y que me impide cualquier equidistancia entre ETA y el Estado español actual: la superioridad moral de un Estado que ha abolido la pena de muerte sobre una "organización armada" que mata a quien se le antoja.

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A partir de ahí, la pregunta es: ¿es inevitable que todo el que rechaza a ETA por sus crímenes desemboque en la defensa de la Constitución y del Estatuto?, ¿no hay lugar en el "frente del rechazo a ETA", que afortunadamente crece, para el anarquista que sueñe con la jubilación del Estado, para el republicano que aspire a una República ibérica jacobina con Portugal incluido y ciudadanía libre para cuanto africano lo desee, e incluso para el nacionalista español que considere el Estatuto de Gernika como una intolerable cesión al separatismo del PNV?

Hay dos falacias básicas en el dilema maniqueo que se nos propone: la primera identifica el rechazo al crimen político con la ideología democrática; la segunda identifica defensa de la democracia con defensa de la Constitución y del Estatuto. Esta última falacia excluye sin justificación alguna la posibilidad de una crítica democrática de aspectos inequívocamente antidemocráticos de la Constitución (como el respeto tradicionalista a los "derechos históricos" o el acceso a la jefatura de las Fuerzas Armadas por vía hereditaria), así como cualquier política que busque por vías democráticas la reforma, cambio o abolición de la Constitución y del Estatuto. Esto último, una estrategia política pacífica y democrática conducente al cambio o abolición democrática de la Constitución y del Estatuto, es lo que el PNV, EA y EH articularon en Lizarra como vía pacífica y democrática hacia la independencia de Euskadi.

Nada más legítimo y lógico que el rechazo del PSOE y el PP a incorporarse a Lizarra y a asumir como objetivo político propio la versión abertzale de la "soberanía" de Euskal Herria; nada más legítimo y lógico que el deseo del PSOE y del PP de que el PNV enmiende su estrategia soberanista y retorne al consenso político en torno al Estatuto; nada más legítimo y lógico que el intento del PSOE y del PP de aprovechar el manifiesto fracaso de la estrategia de Lizarra para desalojar del Gobierno vasco al PNV.

Pero nada de eso autoriza al PSOE y al PP a confundir su legítima estrategia política respecto al PNV con una exigencia democrática: antes de Lizarra, en Lizarra y después de Lizarra, el PNV se ha movido dentro de los límites de la democracia, y exigirle que abandone el "soberanismo" como un requisito imprescindible para ser nuevamente aceptado en el "bloque democrático" contra ETA, incluso para dialogar con él, supone un reconocimiento antidemocrático de que no todos los fines políticos pueden ser perseguidos por vía democrática en la democracia española.

Es absolutamente deshonesto descalificar Lizarra como "un pacto con asesinos", cuando, si lo fue, fue para que dejaran de matar, como efectivamente ocurrió durante la "verdadera tregua" de año y medio (verdadera y no "falsa tregua", como algunos se empeñan en llamarla, pues por desgracia fue exactamente lo que ETA anunció: una suspensión provisional de la actividad armada, es decir, una tregua) y como ocurrió asimismo en la tregua más corta que ETA declaró durante las frustradas conversaciones de Argel con representantes del Gobierno del PSOE.

Me cuento entre quienes pensaron que la tregua iba a ser definitiva. No porque tuviera la más mínima confianza en la voluntad de paz de ETA, sino porque pensé y sigo pensando que lo único que pudo y puede llevar a ETA a dejar de matar es la coincidencia de dos factores que, en mi opinión, son los que llevaron a ETA y a HB a Lizarra: la convicción en su entorno político de que la violencia ha dejado de producir beneficios políticos y simbólicos a "la construcción nacional" y la percepción de su propio debilitamiento progresivo, del serio riesgo de su desarticulación policial.

¿Qué llevó a Lizarra al PNV y a EA? La posibilidad de corregir su progresivo debilitamiento electoral con la capitalización, por un bloque nacionalista democrático, de la derrota política de HB y del miedo de ETA a su derrota policial. El precio político e ideológico pagado por ese esperado beneficio no fue excesivo: acostumbrado desde sus orígenes a una personalidad esquizofrénica (de día Dr. Jekill autonomista y de noche Mr. Hyde independentista y sabiniano), se limitó a dejar que pasara a primer plano su lado "soberanista".

Al fin y al cabo, una vez que el PP y el PSOE han hecho suyo el programa mínimo del PNV y toda la parafernalia abertzale (desde la ikurriña y el neologismo sabiniano Euzkadi hasta su política lingüística, cultural y folclórica) ha sido asimilada por todos los ciudadanos vascos, el único modo de no diluirse en un autonomismo generalizado era enfatizar su soberanismo y acercarse a quienes habían regenerado el nacionalismo en la posguerra. Desde la perspectiva de la supervivencia de un nacionalismo vasco diferenciado del "españolismo", nada más cierto que lo que recientemente reconoció Egibar: el PNV y HB se necesitan mutuamente.

Esa necesidad mutua les llevó a Lizarra, y de esa necesidad mutua cabe esperar, paradójicamente, el final de ETA. Lo que la ruptura de la tregua ha puesto claramente de manifiesto no es sólo que, obviamente, ETA se ha recompuesto y ha recuperado cierto grado de "capacidad operativa" (muy lejano, sin embargo, pese a la espectacularidad de su mortífera campaña este verano, del que tuvo en sus mejores épocas, e incluso en periodos muy recientes), sino, sobre todo, que ETA es una variable independiente en la política vasca y española, que sus decisiones son completamente autónomas, que su principal objetivo es su propia perduración (pues, para ETA, la nación vasca que propone construir no es sino ella misma) y que sólo su propia percepción y reconocimiento de su propia debilidad y del riesgo inminente de su "derrota militar" puede llevarle a abandonar la "lucha armada", siempre que pueda disfrazarla de victoria política como hizo en Lizarra.

Sin la posibilidad de que se repita esa operación cosmética que el PNV le cocinó en su propio beneficio, ETA, por débil que llegue a estar, morirá matando, y tardará más en hacerlo. No llego a entender qué puede tener quien no es nacionalista contra que el PNV, que sí lo es y que nunca ha renunciado a su alma sabiniana, esté dispuesto a ahorrarnos los terroríficos estertores de ETA capitalizando políticamente la suavización de su agonía. Al fin y al cabo, fue con los nacionalistas y sólo con ellos con quienes ETA se mostró dispuesta a negociar su final: sólo a ellos les exigió un precio y les controló su pago. La elección real para quien no es nacionalista en el País Vasco es enfrentarse, bien a una ETA activa y a un PNV esquizofrénico con predominio autonomista, bien a una ETA anestesiada en su fase terminal por un bloque soberanista democrático. En el segundo caso se afronta, sin duda, un serio problema político y cívico; en el primero, se le añade un gravísimo problema criminal.

Pese a la recomposición de ETA, siguen vigentes y operantes los mismos factores sociopolíticos que determinaron su progresivo debilitamiento desde mediados de los ochenta y, sobre todo, la transformación en su contrario de los beneficios políticos que en su día produjo la violencia al nacionalismo vasco. Si ya antes de Lizarra ETA era una rémora política hasta para HB, "después de Lizarra los crímenes de ETA son una pesada losa para el futuro político de todo el nacionalismo vasco".

Cierto que Lizarra representa que ETA y el PNV comparten sus fines. Pero quienes, sin la más mínima simpatía por esos fines, creemos que el problema fundamental son los medios (es decir, la muerte como instrumento político) nos preguntamos en virtud de qué se niega al PNV el diálogo y la legitimidad para incorporarse a un "bloque democrático" contra ETA.

Quizá la última de las paradojas que nos reserva el "problema vasco" sea asistir al final de ETA a manos de quienes invocan sus propios fines. No porque rechacen éticamente la muerte, sino porque la muerte se ha vuelto políticamente perjudicial para sus fines.

Juan Aranzadi es escritor y profesor de Antropología de la UNED.

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