_
_
_
_
_
Tribuna:Un relato de Manuel Rivas
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La mano de los paíños (y 6)

Manuel Rivas

No sabía que Castro tuviese una hermana ni que su padre había vivido como un topo después de la guerra. Ni me había contado nada de un estibador gigante que le hizo de padrastro. En realidad, no sabía nada del pasado de mi mejor amigo. No sabíamos casi nada unos de otros, como si fuésemos arrojando el lastre de la memoria en el tren de la emigración, y el último fardo, en el paso de Calais.Pero los recuerdos volvían, nos seguían la pista, acechaban durante años, rondaban en la noche, escalaban por los desaguaderos, se deslizaban por las cañerías como medusas, por los humedales, por las vísceras grasientas de la ciudad. Se les oía, con su jadeo bronquítico, tras las chimeneas selladas de las habitaciones de alquiler, en las esquinas de los bloques sociales con nombres edénicos. Nos perseguían en tren de cercanías, en metro o en bus de madrugada. Al final, siempre daban con nosotros. Y decían: Acompáñenos, suba a esa carroza. ¡Caballos, caballos! Los caballos del memorial, cataclop, cataclop, Ladbroke Grove abajo, con su penacho de plumas de avestruz.

¿Te das cuenta de que en Londres hay mucha gente que habla sola?, me había dicho un día Castro. Quizá hablaba de nosotros. De mí. De él.

Ahora estaba al lado de aquella ventana que daba a la ensenada de Orzán. El temporal tiraba sin contemplaciones de la yunta de la noche. Sólo parecía que se le resistiesen las aspas luminosas de la Torre de Hércules y la voz de la señora.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Poco a poco se fue encariñando con la hermana, dijo la madre de Castro. Porque cuando la niña se echó a andar lo primero que se le entendió bien, que decía con claridad, era Tino, Tino. Él la miraba muy serio, sin hacerle arrumacos, pero a la niña le daba igual. Esperaba siempre a que él llegase de los acantilados con su cubo lleno de colores, de peces, cangrejos y conchas, como si viniese el rey del mar. Y él le decía que tuviese cuidado con las manos, y le iba explicando el nombre de los bichos. Hasta que ella tuvo una edad para trepar a los peñascos e ir tras él. No había ya quien los separase. Troito andaba siempre vigilante: Del mar no te fíes, que es un pirata. Pero yo era más confiada, estaba feliz de verlos tan unidos. Y de que Albino supiese que era así. Porque él ya empezaba a sentirse muy mal, medio ciego, con la piel llena de manchas, como si cogiese liquen, y con el pecho cavernoso de tantos fríos y penalidades.

Troito tenía mucha razón, contó la madre de Castro. Aquel día el mar estaba manso. Tino llevó a Sira a los peñascos. Le había preparado un sedal para ella e iban como a una fiesta de cumpleaños. Se sentaron en la cabeza de una de esas rocas, la que tiene forma de caballo. Y, de repente, vino un golpe de mar y arrastró a la niña. El muchacho llegó a sujetarla, la agarró de la mano, pero el mar regresó a por ella con otro golpe.

Bajo la mesa, fuera de la vista de la señora, apreté con rabia la mano tratando de que las uñas se clavasen en la palma. Volvió a abrirse sola, despacio, hasta tensarse como el guante de un herrero.

El muchacho aulló como si le arrancase la mano en vivo, dijo la madre de Castro. Todo el lugar oyó aquel grito. Y hasta yo debí sentir algo en la Fábrica, que el cuerpo se me puso mal. Fue Troito quien corrió hacia las rocas. Se echó al agua y me contaron que braceaba enloquecido, como si quisiera secar el mar. Rastreamos la costa durante días, sin encontrar el cuerpo. Cuando habían pasado dos semanas, una vecina golpeó la puerta despavorida. ¡Chelo, Chelo, tu marido! Y allí venía Albino, a plena luz del día, por el camino de la ribera, renqueante, vestido con sus harapos de pana. Traía a la niña. Venía muy limpia, como una muñeca de porcelana. El mar la había llevado hasta allá, a la gruta del Congro. Fíjese qué cabrón.

En esa gruta, en el bajamar, el agua apoza, forma como una nevera cristalina. Desde fuera, está oculta a la vista, no hay quien entre, a no ser que conozcas el pequeño túnel cubierto de sargazos. Pero en el acantilado se abren rendijas y entran lanzas de luz. Albino venía ido. Había perdido el sentido de la realidad. Creía que la traía dormida. Y él ya no se recuperó. Se fue apagando en el lecho. Con las fiebres, murmuraba: Ha de andar por ahí el Caimán. Y es cierto que todavía vino el Caimán a por la presa, días después del entierro de la niña. Le dije: Pase, pase, que aquí ya no hay vida que atormentar. Él torció la cara: Enviaré a alguien a hacer un parte. Y luego, entre las sombras de la higuera, añadió: Hágame el favor, no le diga que he venido.

Ahora, ella intenta sonreír: ¡Penas! Voy a ver si hay por ahí una botella de algo. Volvió con un aguardiente de guindas. Parecía muy cansada y arrepentida: No debería haber contado todo esto.

¿Por qué?, protesté.

Porque no sirve para nada. Sólo para hablar sola. Para eso sí.

Bebió un trago e hizo un gesto de risueña amargura.

Solté la típica tontería: Pero, al final, ustedes dos salieron adelante.

Lo que siento, dijo la madre de Castro, fue no haberme ido yo también. Cuando murió Albino, Troito me escribió. Él había emigrado a Alemania. Fue de los primeros en marcharse allá. De minero, en Aquisgrán. Me envió dinero para el viaje. Casi no sabía escribir, pero puso algo muy gracioso: Hay calefacción, Cheliño, y es gratis.

Entonces, ¿no se marchó?

Pues no.

Miró el reloj que colgaba de la pared. Un reloj de plato con la Torre de Londres pintada: ¡Ya se nos fue el día! La mano me acudió a la barbilla en un gesto inquieto.

¿No recuerda cuándo su hijo se puso el tatuaje de los paíños?

Anduvo mucho tiempo sin rumbo, ¿sabe usted? Embarcó en un pesquero y cuando venía del mar sólo acudía a casa para dormir. Ni dormía en cama. Quedaba en la escalera, o tumbado al pie de la higuera. Siempre borracho como una cuba. Pero una vez regresó cambiado. Había ido al mar austral, en un congelador. Seis meses sin salir del barco. A mí nunca me gustaron los tatuajes. Le pregunté por qué se había hecho eso, que le iba a quedar la mano señalada para toda la vida. Y me dijo: En algún sitio tienen que posarse los paíños. Él tenía un fijación con aquella mano. Desde que se le había escapado Sira. Fue algo que no pudo entender, le causaba mucho remordimiento.

Al despedirme, le di la mano y sentí que sentía el calor frágil, de ave encogida, de la suya. Afuera, el viento arrancaba lascas del mar que se fijaban en la cara como escamas. Al andar, la mano se hacía notar, separada, a un palmo de la pierna. Pero yo no le hacía caso. Dejaba que de vez en cuando adornase en el aire mi conversación de solitario.

Nadie se extrañó en el Old Crow de que apareciese con cuatro paíños en la mano. Me había hecho el tatuaje en la casa Saints, en Portobello, al lado de la sede del Ejército de Salvación, donde hay un cartel con una botella que pone Eternidad. Buen licor, sí señor. Cuando tiraba los dardos y fallaba, que era cada vez, bebía un trago de la cerveza negra y cuchicheaba en la ensenada de la mano, entre las rocas del pulgar y el índice: Tranquilo, Castro, tranquilo. ¡No vamos a ganar siempre!

Manuel Rivas (A Coruña, 1957) es autor de ¿Qué me quieres, amor? -Premio Nacional de Narrativa 1996-, El lápiz del carpintero y Ella, maldita alma. Su obra esta escrita originalmente en gallego.

Mañana, Entre amigos, de Juan Villoro

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_