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Tribuna
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Borrachos

Se ven menos borrachos. Me refiero a los que antaño tropezábamos en pleno día, calamocanos antes de la hora de cenar, azote de taberneros y de barmen, que abordaban pegajosos al prójimo, otrora más condescendiente. El antiguo borracho era el habitual de la bebida que había perdido casi todo menos una precaria verticalidad, encauzada por itinerarios tortuosos. La asiduidad conformaba su comportamiento con un fino instinto para escoger el prójimo tolerante con su estado. En puridad habría que distinguir entre el bebedor, el borracho y el alcohólico, caminos que podían confluir traspasada la cuota de cada uno.He conocido grandes bebedores, hombres con notable capacidad a la hora de trasegar respetables cantidades, para quienes empinar el codo constituía una actividad cotidiana, compatible con cualquier otra. El primer estadio se consideró incluso estimable, mucho menos el de borracho y nadie -salvo familiares en primer grado- admitía la calificación de alcohólico. Durante largos años he sido cliente habitual de un bar madrileño levemente distinto de los demás. Entraba en la categoría de los americanos y parecía inglés, con la diferencia de que en Inglaterra no existen los bares ingleses; el salto va desde el club privado hasta la taberna portuaria y el pub provinciano, que son lo más genuinamente británico, según tengo oído. En aquel benemérito establecimiento, que aún existe y visito con nostalgia espaciada, confluyeron excelentes bebedores y se tenía la vanagloria de creer que no era un lugar de alcohólicos anónimos, sino de personas conocidas e incluso relevantes en distintas profesiones. Ahora soy un superviviente y abstemio forzoso.

Esos locales han sido excelente atalaya para clasificar al género humano, es decir, quienes lo frecuentan. Nuestra ciudad tuvo a los cafés como coincidencia con la europeidad, cuando en el Viejo Continente los hombres -¡qué quieren, era así!- pasaban buena parte de la vida en ellos. Se conspiraba, entablaban amistades, odio, envidia y el resto de la condición y las pasiones humanas, con excepción del sueño y la beneficencia. En los tópicos divanes de pana o terciopelo tuvieron desarrollo templados idilios, y en su ámbito se intercambiaron ideas, incluso en las tertulias literarias. En el café, por las mañanas iban a escribir algunos periodistas y dramaturgos -Jardiel Poncela, González Ruano, los más fecundos-, discutían los contertulios de prima tarde, concertábanse citas, lícitas o no, antes de la cena, y se prolongaba la jornada con el recuelo nocturno. Figuras gloriosas, pedantes empedernidos y alelados provincianos ejercitaban uno de los más enraizados deportes hispánicos: perder el tiempo, que para eso lo teníamos.

El concepto de bar no alcanzó definitiva carta de naturaleza, porque su propia esencia exigía permanecer en pie -a lo más, encaramado en un taburete- cosa con arraigo en Andalucía, donde la mayoría de los establecimientos son tan chicos que sólo permiten la charla con la copa de fino en una mano y la croqueta de bacalao en la otra. No cabe otro mobiliario. O en el País Vasco, en el que la conversación no es precisa. Convergía en el bar de referencia gente emparentada por el gusto por la bebida. Todos recuerdan a un almirante que se instalaba en la esquina de estribor y daba cuenta cotidiana de varias botellas pequeñas de manzanilla matinales y de una dosis de whisky que variaba entre los cinco y los ocho lingotazos vespertinos, hasta que una pariente, con suma habilidad, lograba remolcarle hasta su casa. Un conocido general, de paso por Madrid, perdía transitoriamente el conocimiento, sin abandonar los modales, y quizá esa pertinaz afición le apartó de peligrosos devaneos, en su región militar, aquella noche del 20-F. No era un círculo militar, como podría deducirse; allí se iba por otros impulsos sociales relacionados con la sed.

Diplomáticos, banqueros, terratenientes, médicos, taurinos, melómanos, notarios, incluso periodistas y ocasionales opositores al régimen anterior, convivían entre aquellas paredes de las que cuelgan espléndidos trofeos de caza cedidos por generosos clientes o, en memoria, por sus herederos. Había bebedores, quizá algún borrachín, pero no podía afirmarse que fuese una guarida de alcohólicos. Buena prueba de ello es que los servicios sanitarios, reiteradamente visitados, estaban -y continúan al día de la fecha- en la planta inferior y siempre me admiró que aquellos varones -entre los que me conté- no estrellaran las testuces en el rellano de las gastadas escaleras. Ya no quedan bebedores ni borrachos de aquella índole. Claro, que tampoco hay bares y cafés como los de entonces. Ni tiempo para, en ellos, dilapidarlo.

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