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Ya es hora de que hablemos de ello

SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ

Soledad Gallego-Díaz

Estamos en pleno verano y el calor de julio y de agosto, igual que aconseja consumir caldos ligeros y sopas frías, anima a leer novelas de aventuras y a discutir de temas simpáticos. Es muy de lamentar, pero este año, el verano no se presenta en absoluto bajo esos símbolos. Por las circunstancias que sean, quizá porque cuando se coge carrerilla es difícil parar de golpe, los meses de julio y de agosto van a ser el momento adecuado para que empecemos a ser conscientes de que se avecina un gran cambio, un enorme cambio, en la Europa, en la Unión Europea, que ahora conocemos.Ya es hora de que hablemos de ello: nuestros políticos y dirigentes están preparando, porque no les queda más remedio y aunque todavía no saben muy bien cómo hacerlo, una transformación radical de los mecanismos europeos, de la misma idea de construcción europea que ha ido pasando de nuestros abuelos a nosotros y que ahora, la verdad, resulta inservible.

Las sucesivas ampliaciones partieron de un mismo esquema. La CE en la que ingresó España, el 1 de enero de 1986, era esencialmente la misma que la que se había creado en el Tratado de Roma. España era el mismo tipo de socio que Alemania o Francia. Y la UE que abrió años después sus puertas a Austria o a Finlandia era también en esencia la misma y dio a los nuevos socios el mismo trato que a los antiguos. Eso es lo que puede cambiar y de lo que casi nadie quiere hablar. La ampliación de la UE a diez o quince nuevos miembros no supone sólo adaptar el número de comisarios o los votos en el Consejo de Ministros, de forma que Alemania represente mejor a sus 82 millones de habitantes. La reforma de la que se habla va mucho más allá. O mucho más acá.

Una vez todos de acuerdo en que la nueva UE, de 23 ó 25 miembros, no puede funcionar igual que la actual, se perfilan las dos grandes corrientes de siempre: la de quienes piensan que es un momento excelente para reconvertir la Unión en un mecanismo lo más parecido posible a un mercado único; y la de quienes piensan que hay que crear un núcleo duro, una Europa de dos velocidades, de geometría variable o de cooperación reforzada. En cualquier caso, modelo A o B, una Unión esencialmente distinta a la de hoy.

Es difícil negar, como defiende Delors en su último artículo, que el deber esencial de Europa debe ser su reunificación. Hay que integrar a Chequia, a Polonia o a Bulgaria, porque pertenecen a Europa y porque quieren ser miembros de la UE. ¿Con qué derecho negarles la entrada? Pero, al mismo tiempo, parece evidente que esa Europa no funciona sólo con mecanismos de cooperación, sino que plantea fórmulas de integración y un funcionamiento en algunos casos cuasi-federal (como el euro). ¿Existen fronteras en esa otra Europa integrada? Los mecanismos de cooperación europea pueden llegar hasta los Urales, en Rusia, pero ¿hasta dónde pueden llegar los mecanismos integradores?

La discusión es apasionante y, por mucho que estemos en julio, empieza a copar todos los centros de debate en París, Berlín, Roma o incluso Londres. El principal problema es que ninguno de los actuales líderes europeos parece tener una visión clara de esa nueva Europa, mezcla de cooperación e integración. El canciller Gerhard Schröder y el presidente Jacques Chirac sólo han dejado claro, en el fondo, una cosa: Alemania y Francia recorrerán juntas ese camino. Es, sin duda, una buena noticia. Sea cual sea el nuevo modelo, su única posibilidad de éxito es que esté apoyado sin diferencias por París y Berlín. Decidan lo que decidan será nuestro futuro. Tan claro lo ha visto el primer ministro británico Tony Blair que se ha apresurado a anunciar que apoya el ingreso de su país en el euro y que organizará el referéndum en el 2001. Sólo así, desde dentro, y desde dentro del Consejo de Ministros de Economía que vigilará la moneda única, piensa que podrá influir en el proceso que se avecina.

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