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Tolstói y Lérmontov en el Cáucaso.

Hace exactamente cuatro años aterrizaba, vía Moscú, en el pequeño aeropuerto de la capital de Inguchia, desde el que me trasladé por una carretera desierta -atestada en los últimos meses de civiles aterrorizados- hasta las ruinas de lo que un día fue Grozni. El centro de la ciudad había sido arrasado por la acción conjunta de la artillería pesada, el fuego de tanques, proyectiles y bombas lanzadas por los helicópteros y aviones. Unas vallas metálicas trataban de ocultar a los curiosos la magnitud del urbicidio: montañas de escombros apilados para ser escondidos en las afueras, cerca de donde ardían unos pozos de petróleo con su denso penacho de humo. Los barrios contiguos a aquel erial púdicamente encubierto evocaban un escenario fantasmal de edificios huecos, fachadas acribilladas, ventanales abiertos como bocas hambrientas, osarios ennegrecidos. Resulta difícil imaginar que una nueva guerra haya vuelto a asolar el sobrecogedor paisaje de ruinas. Esto es, no obstante, lo que ocurrió a lo largo de los cinco meses de conquista -perdón, "liberación"- de la ciudad por el ejército al mando de Putin. ¿Lo ya derruido puede ser allanado aún? La capacidad de barbarie de la especie humana -¿no sería mejor llamarla inhumana?- no conoce límites.Al igual que en la anterior campaña, el rodillo compresor ruso barrió a lo largo de cinco meses el norte del río Terek y la llanura central de Chechenia, empujando a los independentistas a sus bastiones montañosos del sur. Pero, una vez ganada la guerra a costa de un número de bajas que inflige un cruel desmentido a la doctrina de "cero muertos" expuesta por Putin (el número oficial de caídos en la supuesta operación antiterrorista es de 2.800; el oficioso, el triple), el Ejército se encenaga en el mismo barrizal que provocó su humillante derrota en septiembre de 1996. Las "lecciones aprendidas en el curso de la primera guerra" (en realidad, la quinta desde la conquista zarista del Cáucaso a fines del siglo XVIII) no han servido de nada a un ejército indisciplinado e ineficaz pese a su aplastante superioridad en hombres y armamento (140.000 soldados y miembros de las unidades de élite, 300 tanques y todo tipo de armas letales terrestres y aéreas). Los rusos, amos del terreno durante el día, viven asediados en sus cuarteles y reductos en cuanto cae la noche. Los independentistas aparecen donde menos se les espera y tienden otra vez emboscadas mortíferas. "Conocemos muy bien sus puntos flacos", declaraba un combatiente checheno a una periodista occidental, "sabemos a qué hora están borrachos y se dejan cazar fácilmente". El control real de Chechenia se aleja y disipa de nuevo como por efecto de un espejismo.

Si hace cuatro años verificaba la reiteración puntual de los atropellos, destrucciones y matanzas admirablemente descritas por Tolstói en su novela Haxi Murat, -Tolstói es y será el mejor cronista de las actuales y, mucho me temo, futuras guerras del Cáucaso-, cuanto leo a diario en la prensa desde octubre de 1999 evoca lo que entonces presencié y referí en Paisajes de guerra con Chechenia al fondo. Los nombres de Argun, Shali, Aleroy, Aljanyurt, Shatoi, rememoran imágenes de ruina y traen a mi recuerdo el rostro de las mujeres, viejos y niños, agazapados en sus escondrijos, con quienes me crucé fugazmente en aquella geografía de la desolación. La barbarie no cesa, esta vez sin testigos molestos, mientras la censura impide la divulgación de los hechos y tilda de "propaganda separatista destinada a tocar la fibra sensible de los europeos" los informes bien documentados de Amnistía Internacional y otras organizaciones humanitarias.

Conozco bien ese lenguaje oficial empleado, tanto en Bosnia como en Argelia, para disimular los crímenes de guerra y la violación sistemática de los derechos humanos. Mas mi experiencia directa lo desmiente: Osmán Imásev, fiscal general de Chechenia en tiempos de Dudáiev, mi anfitrión y guía en Kulari en uno de mis encuentros con los independentistas, fue detenido y asesinado semanas después de mi visita y su nombre figura en la lista de las decenas de miles de desaparecidos. Otros civiles y militares chechenos a quienes entrevisté, ¿siguen vivos? Los desconocidos que generosamente me ayudaron durante mi estancia en Grozni, y en casa de uno de los cuales me alojé algunas noches, ¿habrán podido capear el nuevo vendaval de horror y devastación? El presidente de la Cruz Roja, Husein Yamídov, cuya valerosa exhumación y cuidadoso repertorio de los civiles ejecutados sin juicio alguno incomodaban sin duda al mando militar ruso, ¿sobrevive aún? La guerra de Chechenia fue el mejor instrumento propagandístico para la elección de Putin: un interminable espacio publicitario de su voluntad de "imponer el orden" y "liquidar a los terroristas". La guerra patriótica exigía, claro está, el sostén unánime del pueblo ruso. Las advertencias del actual presidente a las organizaciones humanitarias e intelectuales recalcitrantes, inmunes a la demagogia chovinista, no podían ser más explícitas: "A quienes proclamen su solidaridad con los bandidos o sean ellos mismos bandidos, habrá que estrangularlos" (Le Monde, 22 de marzo de 2000). El clamor popular contra los "criminales chechenos" suplió así la carencia de un programa de acción política y económica, más allá de unas vagas promesas de limpiar el patio y devolver a Rusia su grandeza perdida. La militarización del poder y el autoritarismo de Putin sirven de tapadera al expolio gigantesco de los privatizadores de la corte de Yeltsin y el hundimiento en la pobreza de la mayoría de la población.

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Como en la guerra de 19941996, los comandos de voluntarios pillan e incendian las aldeas y poblaciones chechenas previamente machacadas por las bombas y se entregan a saqueos y matanzas aleatorios, casi siempre en estado de embriaguez. Diversos testimonios señalan asimismo la existencia de enfrentamientos entre, por un lado, los policías de las fuerzas de élite del Ministerio del Interior y soldados profesionales (reconocibles, como pude comprobar de visu, por sus banderas rojas con la hoz y el martillo) y, por otro, los kontraknikis o "voluntarios" (de indumentaria fantasiosa, con el pañuelo en la frente con la calavera y las tibias). Pero unos y otros emulan la brutalidad de las campañas anteriores: las ejecuciones, torturas y asesinatos en los tristemente célebres "puntos de filtración" de Chernokosovo, Tolstói-yurt, Shali, etcétera. Los mercenarios, reclutados a veces entre los delincuentes habituales, cobran, al parecer, 800 rublos diarios (unas 3.200 pesetas) y redondean la cifra con el despojo de las víctimas. Todo checheno entre los 10 y los 60 años resulta sospechoso

de terrorismo, y como a tal se le trata. Según la corresponsal de Le Monde Sophie Shibab, los torturadores de Chernokosovo, 48 voluntarios cosacos venidos de Rostov y Volgograd, someten a los supuestos bandidos, niños incluidos, a una gama muy amplia de violencias y suplicios: "Todos tienen costillas rotas, dedos u orejas cortados... Oficialmente, estos detenidos no existen. Les dejan crecer la barba para canjearlos, como presuntos combatientes, por prisioneros rusos". A quienes se rebelan, les aplican la Ley de Fugas. En un decreto oficial no publicado se hablaría de la necesidad de que dichos cuerpos "filtren" a 150.000 chechenos. Semejantes prácticas, que tanto recuerdan a las de las Águilas Blancas y la soldadesca de Arkan y Karazic en Bosnia, son ya rutinarias. En 1996, durante mi estancia en Moscú, dos mercenarios exhibieron ante un presentador de televisión conocido por su furibundo antisemitismo las orejas cortadas de unos chechenos y fueron felicitados calurosamente por su hazaña.

El uso sistemático de armas de destrucción masiva a fin de aplastar y apisonar a los bandidos (bombas incendiarias y de fragmentación, cohetes de múltiples cabezas tipo GRAD, misiles lanzados desde helicópteros, obuses que abren cráteres de veinte metros de diámetro como los que contemplé en la aldea Góiskoye) no ha disminuido el número de bajas rusas con respecto a las de la guerra anterior. La moral de los reclutas, según algunas fuentes de información concordantes, es incluso más baja que hace cuatro años. La ubicuidad nocturna de la guerrilla y los ataques por sorpresa a columnas motorizadas, incluso en el mismo Grozni, desmoralizan a unas tropas reclutadas casi a la fuerza entre los sectores más desvalidos de la población (en los otros, los llamados a filas se las agencian para escurrir el bulto gracias a enchufes y sobornos).

Como en junio de 1996, los quintos de la actual campaña antiterrorista, leo en las crónicas de los escasos corresponsales que han podido colarse en el escenario de tanto salvajismo y depredación, son fácilmente identificables: sucios, piojosos, hambrientos, mendigan un trozo de pan, como los que paraban mi destartalado automóvil en la carretera montañosa de Shatoi.

La corrupción y behetría reinantes en los territorios liberados por el Ejército ruso se perpetúan de una guerra a otra: todo tiene allí un precio y los mismos suboficiales y oficiales que vendían su armamento a los combatientes chechenos y por unas botellas de vodka autorizaban un pasaje, tanto de ida como de vuelta, a las zonas independentistas, prosiguen con sus lucrativos negocios, aunque hoy controlen con extremado rigor la presencia de periodistas. Mi eficaz guía ucranio conocía el peaje correspondiente a cabos, sargentos, tenientes y capitanes: unos cigarrillos sueltos; un paquete de Marlboro; un cartón entero; una, dos o tres botellas de alcohol. Mi pobrecillo carricoche circulaba así entre retenes y retenes, pese al rigor de los asedios y omnipresencia militar en los territorios supuestamente pacificados. A mi regreso a España, incluí en la factura justificativa de mis gastos de corresponsal un apartado insólito: alrededor de 800 dólares en sobornos. Tal era el salvoconducto indispensable para abrirse camino en el reino séptico del abuso, rapiña y cohecho. Hoy, revela la prensa, el mercadeo se centra en la devolución a sus familias de los civiles torturados y de los cadáveres de quienes perecieron durante los interrogatorios en los puntos de filtración. La Literaturnaya Gazeta denunciaba recientemente los estragos de un sistema "en el que todo se compra y se vende, del paso a través de los controles a la entrega de armas". Y, abundando en la negrura del cuadro, añadía: "Los robos y pillajes son pan de todos los días, lo mismo que las borracheras de los voluntarios, de las que los civiles chechenos son las primeras víctimas".

Tras los oportunísimos atentados terroristas perpetrados en un barrio popular de Moscú -cuyos autores no han sido identificados aún y que con gran probabilidad fueron obra de los servicios secretos-, el pueblo ruso, humillado tras el derrumbe de la URSS y hundido por la cleptocracia yeltsiniana en una cruel miseria, sostiene masivamente la retórica de Putin: el exterminio de "las cucarachas chechenas". Toda la clase política, con la noble excepción del pequeño partido liberal Yabloko, aplaude la decisión de lavar con sangre la afrenta de los acuerdos de octubre de 1996. Numerosos intelectuales, como el cineasta Nikita Mijálkov y el escritor Vasili Axionov, defienden la operación de castigo y la mortífera ecuación "checheno = terrorista". Por eso son dignos de elogio la valentía e independencia moral del Pen Club ruso, que, en la reciente reunión del Pen Internacional, celebrada en Moscú del 22 al 27 de mayo, no vaciló en desmarcarse del exacerbado nacionalismo reinante para imponer una resolución, adoptada por los delegados de 78 países, en la que se condena "la guerra no declarada" en territorio checheno y se califica la campaña militar de "empresa genocida". En unos tiempos difíciles para la intelectualidad democrática, el presidente del Pen Club ruso y Andréi Bítov, su antecesor en el cargo, salvan el honor de una colectividad que sufrió durante décadas el terror y la losa sepulcral de la burocracia de Breznev. Ellos son los herederos del autor de las bellísimas páginas de Haxi Murat y de Lérmontov, que no vaciló en increpar con dureza la resignación de sus paisanos al despotismo en este poema seminal de mi novela Don Julián, excelentemente traducido después por Antonio Pérez Ramos: "Adiós a ti, del ruso sucia patria, / nación de encomenderos y de esclavos. / Adiós a esas guerreras azuladas. / Adiós al pueblo por ellas maniatado. / Quizás yo, tras el Cáucaso erguido, / esconderme podré de los tiranos, de su ojo que todo lo registra, / de su oído que nada escucha en vano".

Me pregunto si algún joven poeta, reclutado a la fuerza en la campaña de horror y devastación de Chechenia, conoce la novela premonitoria de Tolstói y el verso fulgurante de Lérmontov, y adivino su amargura en el caso de que así sea.

Juan Goytisolo es escritor.

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