Entre el diletantismo y la restauración EDUARD RIU-BARRERA
Hace unos dos años, ya antes de finalizar las obras de restauración del antiguo monasterio de Sant Pere de Rodes, la vocalía de Cultura del Colegio de Arquitectos de Girona encargó un informe sobre las mismas, en una iniciativa cuando menos sorprendente y que quizá constituye una práctica habitual de dicha corporación. El encargo pone de manifiesto una toma de posición clara, en tanto que la persona requerida para realizarlo fue el profesor Salvador Tarragó, conocido por su abierta hostilidad contra dichos trabajos y, en consecuencia, un autor muy poco idóneo si se deseaba un juicio ecuánime. Al cabo del tiempo, el informe parece haber llegado finalmente a su conclusión, pese a que no ha sido dado a conocer íntegramente y sólo se dispone de un resumen que no llena ni tres páginas. Sin embargo, el resultado cumple perfectamente con las expectativas y constituye una magnífica pieza del género del reventisme, donde promotores, autores y obra somos debidamente vapuleados. La corporación que solicitó el dictamen lo ha asumido públicamente de forma plena, aunque para un observador externo resulta hasta cierto punto chocante que un colegio profesional tome opciones tan manifiestamente beligerantes dentro de su propio colectivo. No obstante, esto no debe ser criticado, sino que, todo lo contrario, parece una encomiable muestra de valentía en el ejercicio de una crítica cultural superadora de toda consideración corporativa o partidista. La restauración del cenobio de Rodes la han realizado los equipos técnicos del Gobierno catalán y en ella no han intervenido arquitectos locales. Los autores somos E. Colls, A. Navarro y A. Pastor, además del firmante, todos del Servicio del Patrimonio Arquitectónico, con la colaboración externa de J. A. Adell.El mismo colegio gerundense convocó hace unas semanas una mesa redonda para debatir la obra de restauración a partir del fantasmal informe, desconocido por todos los participantes excepto por su autor. Según el texto resumen y las pinceladas apuntadas en el debate, los argumentos abiertamente explicitados constituyen, en buena parte, la sistematización de los prejuicios compartidos en ciertos ambientes locales. Por un lado, desarrolla el tópico de una amplia destrucción de vestigios tardíos con el objeto de recrear un falso monasterio románico, mientras que por otro lado, las soluciones que no se avienen a sus personales criterios estéticos se elevan a la categoría de aberraciones arquitectónicas. Su conservadurismo a ultranza llega al rechazo de las excavaciones arqueológicas por el hecho de haber modificado profundamente el edificio conocido, en una actitud que recuerda poderosamente el repudio al conocimiento de aquél que a invitación de Galileo se negó a mirar por su telescopio para no cometer pecado. Asimismo, las significativas aportaciones historiográficas generadas por la investigación arqueológica previa y paralela a las obras no son discutidas ni tan sólo tenidas en cuenta, porque todo se reduce al debate esteticista.
El reduccionismo formalista de la crítica hace que ésta, en ningún momento entre en la cuestión fundamental, que es la adecuación de la restauración a la evolución arquitectónica del complejo monástico y a la significación histórica de cada una de sus fases. Se declara retóricamente que todas las etapas arquitectónicas tienen igual importancia y que, por tanto, nada puede ser modificado, lo que evita la siempre delicada toma de decisiones, inevitable en la praxis arquitectónica pero perfectamente prescindible en el campo del diletantismo académico en que se sitúa el profesor Salvador Tarragó. Así pues, el derribo puntual de ciertos elementos a favor de otros, algo consustancial a toda obra de restauración, queda convertido de inmediato, sin análisis pormenorizado, en un delito contra los principios inmutables y trascendentes de la protección monumental. Además, se ha tomado la parte por el todo y el derribo de dos muros queda convertido en el completo desmantelamiento de los restos de un claustro barroco, y no sólo esto, sino que se llega a afirmar impunemente y con gran éxito mediático que gran parte del complejo
monumental ha desaparecido a causa de la restauración, lo que ha producido el espanto evidente de profesionales de la historia y la arquitectura que claman contra tanto desaguisado, sin que nadie se haya preocupado en evaluar realmente, cuantitativa y cualitativamente, el impacto de las obras. De esta forma, la destrucción generalizada se ha convertido en un tópico de gran eficacia, hasta el punto de que basado en él y en una falta total de rigor se hace opinar a un restaurador como Gianluigi Colalucci para obtener unas declaraciones escandalosas, pese a que éste reconoce que no ha estado nunca en el monasterio.
Más allá de lo explicitado en el dictamen corporativo, hay otros argumentos que emergieron en el debate público. Del mismo modo que la pereza mental recomienda evitar todo esfuerzo de comprensión sobre lo humano y lo sustituye por la adscripción irracional a un signo zodiacal: "¡ah, claro, es piscis!", de igual forma se ha procedido a la estigmatización política: "¡ah, claro, es convergente!", con lo que se ha suplantado el difícil ejercicio de la crítica razonada. Así se ha desarrollado un discurso según el cual los criterios y las realizaciones de la restauración no tendrían ningún valor intelectual y obedecerían a la servil sumisión a los dictados políticos. Estos dictados propugnarían la reconstrucción a toda costa de un prístino monasterio románico como emanación de las esencias patrias. Para plasmar esta manipulación ideológica y no porque Sant Pere de Rodes sea un monumento excepcional de la arquitectura prerrománica y románica de la Europa suroccidental, se habría dado prioridad a dichas fases. La incapacidad o el desinterés en contextualizar los vestigios del monasterio en su real importancia histórica han llevado inexorablemente a la más perversa demagogia.
Eduard Riu-Barrera es arqueólogo.
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