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Solidaridad y sostenibilidad.

Para el movimiento socialdemócrata, en cualquiera de sus variantes, una de las cuestiones claves, porque afectan a su identidad, es si en la nueva economía, en la era de Internet, tienen cabida las políticas de solidaridad. En los países de alto nivel de desarrollo, esta cuestión se plantea en torno a la defensa del Estado de bienestar, construido en la sociedad industrial. En los emergentes, sometidos a políticas de ajuste que comprimen el gasto redistributivo, la frustración es doble: ansían recorrer el camino de las democracias desarrolladas, al tiempo que ven la crisis de las formas clásicas de cohesión social que padecen como una forma de alejarse de su horizonte la posibilidad de avanzar en la justicia social.Para unos y otros, la concentración social y espacial de la riqueza en esta fase del desarrollo de la globalización, pone en crisis la compatibilidad entre crecimiento económico y redistribución. El viejo Keynes, acompañado de los creadores del Estado protector del individuo "desde la cuna hasta la tumba", parecen definitivamente enterrados en ésta.

¿Se puede practicar la solidaridad en la era de Internet?

El empresario individual sólo habrá de tener en cuenta la optimización del beneficio, casi siempre a corto plazo, aunque un buen número de empresas también consideran el medio y largo dentro del criterio de optimización. En la nueva economía, la estrategia financiera de la empresa ocupa un lugar determinante, más atenta al valor bursátil que al beneficio clásico, que al cupón del accionista.

Para los responsables de la política económica, lo óptimo adquiere una dimensión diferente de la empresarial individual, incorporando los factores que consideran necesarios para hacer eficiente la nueva economía desde la perspectiva de los intereses generales. La interpretación de estos intereses generales marcará las diferentes alternativas políticas y las mayorías sociales.

La política económica progresista seguirá considerando la solidaridad, la cohesión social, como un criterio prioritario, pero un proyecto socialdemócrata será exitoso cuando muestre a una mayoría social, incluidos los actores económicos empresariales, que su política económica es más sostenible que la ofrecida por los proyectos alternativos. No estoy hablando sólo de compatibilizar eficiencia económica y cohesión social, sino de demostrar que la mayor eficiencia en la nueva economía está ligada al mayor grado de inclusión social.

Si esto fuera así, la clave para nosotros estaría en la definición de las prácticas de solidaridad, que, utilizando los nuevos instrumentos disponibles en la realidad emergente de la globalización, contribuyan a fortalecer el desarrollo de la nueva economía dándole una sostenibilidad mayor, económica, social y medioambiental. Esto significaría que nuestra propuesta es más aceptable, no sólo en su dimensión social (humana) sino en interés de los propios actores económicos de la globalización.

Pero la solidaridad, en un proyecto socialdemócrata, debe atender a las viejas fracturas sociales -surgidas del modelo de la sociedad industrial- y a las nuevas que están apareciendo como consecuencia de los vertiginosos cambios inducidos por la revolución tecnológica. Sólo teniendo sensibilidad para responder a esta realidad múltiple, de lo que se va quedando atrás y de lo nuevo, se puede llegar a articular un proyecto socialmente mayoritario y duradero en el tiempo, puesto que la oferta no será considerada como puramente defensiva del modelo clásico de cohesión social que conocemos como Estado de bienestar, o como aspiración a construirlo cuando no se ha llegado a él.

La solidaridad clásica, en prácticas desarrolladas durante la segunda mitad del siglo XX, ha tendido a cubrir con los sistemas de pensiones, el acceso a la educación y la asistencia sanitaria, la responsabilidad política de inclusión del conjunto de la población.

A pesar de la voluntad de inclusión a través de las tres políticas básicas, consagradas como respuesta al reconocimiento de derechos de carácter universal, con los primeros síntomas de crisis de la sociedad industrial, fueron apareciendo formas de exclusión y marginalidad distintas. Sectores de población que por razones diferentes -droga, paro, inmigración, etc.- escapaban a las prácticas clásicas de solidaridad. Se adoptaron, ante ello, políticas específicas, incluso ministerios distintos de los de Trabajo, Sanidad o Educación, para tratar de responder a estos segmentos marginales de la sociedad industrial madura.

La nueva economía crea nuevas fracturas sociales y agrava las anteriores, poniendo en entredicho los sistemas clásicos de solidaridad y cohesión social. Está creciendo el número de los excluidos y la distancia en las rentas se está agrandando. Los rechazos se están generalizando, confundiendo la globalización con una nueva forma de explotación porque las oportunidades que ofrece el nuevo espacio están siendo aprovechadas por muy pocos, a costa de muchos que se sienten impotentes para incorporarse.

El éxito de un proyecto progresista en la búsqueda del paradigma socialdemócrata del siglo XXI estará relacionado con las prácticas activas de solidaridad que permitan que un mayor número de ciudadanos se incorpore a la nueva economía. Políticas activas de inclusión que no evitarán la existencia de bolsas de marginalidad, a las que habrá que atender solidariamente. Pero, obviamente, mientras menor sea el número de los que quedan al margen, más sostenible será el modelo porque mayor será el contingente humano que añada valor.

La discusión entre los partidarios de la Tercera vía, que ponen el énfasis en las políticas activas de inclusión, menospreciando las prácticas tradicionales de solidaridad porque, a su juicio, crean pasividad, y los socialdemócratas clásicos, que se sienten zaheridos por la permanente descalificación de estas prácticas, nominadas como "vieja izquierda", puede ser superada con un diálogo consistente, que nos permita comprender el valor de las diferentes formas de solidaridad y su carácter complementario entre sí.

Intentemos una exploración en las distintas formas de solidaridad que pueden practicarse, con el doble objetivo de dar cumplimiento a lo que estimamos nuestro valor más definitorio y ofrecer una alternativa más sostenible al modelo de nueva economía, o sociedad de la información:

La solidaridad, que responde al cumplimiento de una obligación política nacida del reconocimiento de unos derechos ciudadanos que se consideran universales. En la mayoría de nuestras sociedades nacionales, la educación y la asistencia sanitaria gratuitas, y las pensiones, se configuran así. Los poderes públicos -la política como función- asumen la obligación de satisfacerlos. Esta obligación debe considerarse ineludible e inexcusable en el primer nivel de discusión con los adversarios de lo que llamamos Estado de bienestar. En un segundo nivel podemos colocar el debate sobre la gestión -pública, privada o mixta- para la satisfacción de esos derechos universales reconocidos. En un tercer nivel habríamos de situar el debate sobre las formas más eficientes e incluyentes de realización de esos derechos, se gestionen pública o privadamente.

La solidaridad, frente a las formas de marginación producidas por la crisis de la sociedad industrial y la rápida transición a la sociedad informacional, que afecta a los contenidos educativos y de formación, a grupos de ciuda

danos procedentes de la emigración, a parados de larga duración, a drogodependientes, etcétera. La combinación de políticas de inclusión activas y políticas de ayuda o subvención es inexorable, aunque debería procurarse la mayor eficiencia en las primeras.

La solidaridad referida a la razonable igualdad de oportunidades que genera el acceso a servicios públicos de comunicaciones, telecomunicaciones, energía..., según el lugar que se ocupe en el territorio o en la escala social. La rápida privatización de estos servicios, tradicionalmente en manos de monopolios públicos u oligopolios mixtos y fuertemente regulados, plantea interrogantes de enorme interés para un proyecto socialdemócrata que se base en la solidaridad como sostenibilidad del modelo. En este caso no estamos considerando derechos reconocidos como universales, por lo que las políticas que se ofrecen como alternativas pueden comportar variaciones muy sustanciales en las propuestas de unos y otros, no sólo entre las de izquierdas y de derechas en el sentido tradicional.

El carácter público de las empresas que ofrecen estos servicios se consideraba sustancial para el resultado. Es decir, para conseguir la solidaridad que supone la mayor igualdad de oportunidades de acceso a esos servicios era tan indispensable su carácter público que no sólo no admitía discusión, sino que se confundía el propio instrumento con el objetivo. Era frecuente, por ello, que los programas de izquierda incluyeran como objetivo en sí mismo el mantenimiento en el sector público de estas actividades empresariales o su nacionalización.

Sin embargo, hoy podemos considerar las privatizaciones de estos sectores no sólo como un hecho irreversible, sino como algo positivo que puede permitir una acción política más eficaz para igualar oportunidades de usuarios y consumidores. Este enfoque no defensivo comporta la superación de uno de los errores más frecuentes en las prácticas de solidaridad, que ha consistido en esa confusión de instrumentos y objetivos. Las ofertas públicas monopólicas en estos sectores de servicios básicos han sido ineficientes para mejorar la cantidad, la calidad y la accesibilidad de los ciudadanos a los mismos. La competencia puede generar una mayor y mejor prestación, minorando los costes de uso y, por ello, mejorando la igualdad de oportunidades de los ciudadanos en el acceso a los mismos.

Esta afirmación no es axiomática, porque su realización depende de las políticas que se practiquen desde los gobiernos. Si privatizar monopolios públicos se convierte en una operación de entrega a oligopolios privados de los servicios transferidos, los efectos pueden ser contrarios o mucho más limitados de lo deseable y posible. Por eso lo más difícil de aceptar para la izquierda clásica, la liberalización que induce una política de privatizaciones orientada a mejorar la competencia en beneficio del usuario o consumidor, es una forma de solidaridad de efectos muy rápidos y con consecuencias de gran calado para las sociedades actuales.

Una reflexión actualizada sobre las prácticas de solidaridad más operativas como políticas incluyentes nos debería llevar a la educación, la formación profesional o el entrenamiento para participar como actores conscientes en el nuevo escenario de la globalización, de la sociedad informacional. Más allá del debate sobre si la educación es una política de inversión más que de gasto, lo que importa hoy es preguntarse sobre el tipo de educación o formación que necesitamos para conseguir el objetivo de minimizar el número de los excluidos de la sociedad del conocimiento. Pero esto merece un desarrollo más amplio, al que dedicaremos otro artículo.

Felipe González es ex presidente del Gobierno

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