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Lord Goldsmith escribe una carta

Soledad Gallego-Díaz

Lord Goldsmith es un estupendo abogado británico, amigo de los Blair, que defiende la postura del Gobierno de Londres en los debates de la Carta Europea de Derechos Fundamentales. Cuando pide la palabra, los miembros de la Convención encargada de elaborar el borrador cortan la charla con el compañero, cierran el periódico y se disponen a disfrutar de la magnífica oratoria inglesa.Oyendo a Goldsmith dan ganas de que se rompan las estrictas normas parlamentarias y se le permita moverse por el hemiciclo, la mano en el bolsillo del pantalón, una imaginaria toga al aire, mientras intenta, con su convincente voz y su delicioso acento upper class, destruir todo lo que los partidarios del proceso de integración europea intentan ir tejiendo poco a poco, con pesadez teutónica y una lamentable falta de humor francés. La batalla entre Goldsmith y sus antagonistas es sólo un capítulo de la brillante guerra que se está llevando a cabo estos meses de forma cada vez menos soterrada en Europa entre prointegracionistas y antiintegracionistas. No es algo muy novedoso, pero la discusión parecía congelada desde principios de los noventa y ahora, repentinamente, el hielo se ha fundido, la discusión ha adquirido intensidad y el ritmo se ha acelerado.

¿Por qué esa repentina descarga de adrenalina, con sonados discursos alemanes y franceses? Probablemente porque Europa se enfrenta ahora a un hecho inevitable, la ampliación, y no cabe mirar hacia otro lado. El proceso de construcción europea siempre ha andado a tropezones y parecía que tras Maastricht y la Unión Monetaria se había abierto un periodo helador. Los políticos franceses, abrumados por el raspado resultado del referéndum del euro, tenían miedo y Alemania tampoco brillaba, con la crisis económica provocada por la reunificación.

Pero ahora no queda más remedio que reaccionar. Los países de la antigua Europa del Este están cada día más enfadados e inquietos, y con razón. No pueden permanecer indefinidamente a la puerta del mercado único. Pero su ingreso supone no sólo, inevitablemente, la reforma de las instituciones, sino también la discusión, de momento encubierta, sobre el objetivo del proyecto europeo. Polonia, la República Checa o Hungría son, sin duda, parte de Europa, pero su historia más reciente hace que miren a Estados Unidos, y Londres, como un modelo económico más próximo e imitable que el de París o Berlín. Necesitan entrar en la UE pero están atemorizados por el denso entramado jurídico comunitario. Su idea de la UE se acerca más a la de lord Goldsmith que a la de Fischer.

El debate sobre la Carta Europea de Derechos Fundamentales encierra, desde ese punto de vista, algunas trampas importantes. No trata sólo de la enumeración de los derechos básicos de los ciudadanos. Al fin y al cabo, eso ya existe: todos los países de la UE (y los que han solicitado la adhesión) han firmado a su vez el Convenio Europeo de Derechos Humanos y han aceptado que sus ciudadanos puedan recurrir al Tribunal de Estrasburgo. Lo que se está discutiendo ahora va más allá de la simple modernización de esos derechos humanos (la necesidad de proteger la intimidad en las comunicaciones electrónicas o la exigencia de introducir referencias éticas en la biotecnología). Va más allá, incluso, de la discutida incorporación de algunos derechos económicos y sociales (cuya defensa dejó clara ayer, viernes, el representante del Gobierno español, Álvarez Bereijo).

De lo que se trata finalmente es de si los actos comunitarios y el derecho emanado de la UE se van a someter exclusivamente al punto de referencia de esa Carta y al control de un tribunal propio, el de Luxemburgo (con una amplia tradición de voluntad integracionista), o si van a ser interpretados según un texto "exterior", más diluido.

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