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España inacabada

Repasando actuaciones y declaraciones recientes, uno tiene la impresión, espero que equivocada, de que el PP ha emprendido una estrategia de enfrentamiento con la expresión política del nacionalismo democrático con el objetivo de obtener rédito electoral a corto plazo. Si así fuera, creo que sería una equivocación porque se estaría confundiendo el tempo electoral con el tempo político.España, uno de los países más complejos de Europa occidental, ha sido capaz de protagonizar uno de los episodios históricos más brillantes y formidables de las últimas décadas. En menos de veinticinco años hemos pasado del modelo autoritario, uniformizador y excluyente de la dictadura, al modelo de estado autonómico basado en una profunda descentralización política, que algunos expertos identifican incluso con los rasgos básicos que definen a un estado federal.

La gran cuestión que ahora se plantea, guste más o menos, es si se trata de un estado consolidado que habría que "completar" introduciendo algunas mejoras que sentaran las bases de una buena articulación, o si, por el contrario, estamos en el final de una primera y fructífera gran etapa de descentralización política (que en sus inicios fue asimétrica y hoy es de nuevo uniformizadora), en la que hay que acometer el desafío constitucional de encontrar acomodo a las diferentes naciones que integran el Estado español.

Personalmente, creo que estamos en el segundo escenario. No hay más que ver la atención creciente que esta cuestión requiere cada día. Pero creo que no conviene confundir los planos distintos del debate. Hay tres niveles de problemas: en el primero están todos los relacionados con la coordinación y los desajustes de funcionamiento propios de un estado descentralizado. En el segundo nivel se encontrarían las grandes cuestiones pendientes que nos identificarían definitivamente como un estado federal: reforma del Senado, sistema de financiación, representación de los gobiernos regionales ante las instituciones de la Unión Europea en cuestiones en las que aquellos tienen competencias exclusivas, institucionalización de Conferencias de presidentes y conferencias sectoriales y, finalmente, la reforma del tercer pilar del Estado español, la administración local, a partir del desarrollo del principio de subsidiariedad. En definitiva, se trataría de concluir el proceso de articulación del poder político en un estado compuesto, por utilizar la propia definición del Tribunal Constitucional.

Algunas manifestaciones recientes de personalidades relevantes no van precisamente en esa dirección. Las recientes declaraciones de la Presidenta del Senado, manifestándose contraria a la reforma del Senado para convertirla en una auténtica cámara de los gobiernos y/o de las regiones, no son una buena noticia es ese sentido. Tampoco fueron afortunadas las palabras del Ministro de Hacienda cuando en una conferencia aludía a las "...rancias y anacrónicas peleas provincianas, las incansables reivindicaciones autonómicas, el aburrido sonsonete de los privilegios diferenciales y los quejidos de los agravios comparativos...".

En este segundo nivel al que me refiero sería necesaria una reforma constitucional, pero no creo que ello debiera ser un obstáculo. La reforma de una constitución no es sinónimo de inestabilidad. Tampoco lo contrario. Alemania, modelo clásico de federalismo cooperativo simétrico, la ha reformado en más de cuarenta ocasiones en los últimos cincuenta años. Bélgica ha realizado cuatro grandes reformas constitucionales desde 1970; la última, en 1993, hizo posible que ese país dejara de ser un estado unitario para convertirse en un estado federal asimétrico con una constitución que muchos responsables políticos deberían analizar con detalle para comprobar hasta qué punto es posible encontrar "encaje" para tres comunidades lingüísticas en distintos territorios. Italia no ha culminado ninguna reforma de su constitución y no por ello ha gozado de mayor estabilidad.

Pero más allá de concesiones y reconocimiento a determinados "hechos diferenciales", esta España inacabada ha de abordar serenamente, en un tercer nivel, lo que Kymlicka definiría como el acomodo de culturas nacionales en el contexto de una cultura social mayoritaria. En definitiva, en la asunción de la pluralidad desde la lealtad constitucional por parte de todos y procurando ser fieles al espíritu del texto.

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Contra lo que se ha pensado durante más de un siglo por quienes, desde el liberalismo y el marxismo, han decretado su final, los nacionalismos han resistido, incluso en las condiciones más adversas. Y no pueden ser explicados como algo "irracional", "prepolítico" o "anacrónico". Los hechos demuestran otra cosa en este final de siglo. La globalización no ha diluido, como muchos pronosticaron, los sentimientos nacionalistas, sino todo lo contrario. La elección individual sustentada en la necesidad de autoidentidad sobre bases lingüísticas, culturales, históricas y, en ocasiones, territoriales, ha afianzado en Europa su expresión política en muchos casos. Por eso los nacionalismos seguirán siendo un rasgo persistente de nuestro paisaje político. Y se percibe una incomprensión creciente hacia el hecho nacional, un cierto anacronismo jacobino en esta nueva era de lo global y de crisis de los Estados-nación.

Últimamente asistimos a demasiadas escenificaciones de desencuentros. En el caso del País Vasco se detectan serios riesgos de fractura social. ¿Qué resolverían unas elecciones anticipadas? ¿Ha sido necesario que tenga que tomar la iniciativa política, entre la incomprensión general, el presidente de los socialistas vascos? ¿A estas alturas no está claro que en las nacionalidades históricas nada será posible contra los nacionalismos? ¿Qué se persigue con la estrategia de desplazar políticamente a la expresión central del nacionalismo democrático vasco?

Entiendo que para algunos responsables políticos -y sus numerosos por-tavoces- éstas y otras preguntas no sean más que un "aburrido sonsonete". Pero algunos, empezando por el presidente del gobierno, tienen la obligación política de abandonar posiciones reactivas y tomar iniciativas políticas que ayuden a construir, sobre bases sólidas, una idea afectiva de España. Las expresiones políticas del nacionalismo democrático también deben recorrer un largo trecho en esa misma dirección.

Muchos no somos nacionalistas, ni de la cultura social mayoritaria ni de las minoritarias, pero ello no nos inhabilita para comprender que este tercer nivel, difícil y muy complejo, sólo encontrará su rumbo desde el reconocimiento político de la diversidad. Y en todo caso, como bien decía Rubert de Ventós "...sólo cuando todos -todos- hayamos recuperado la memoria, podremos unos y otros dejar de ser nacionalistas...".

Joan Romero es catedrático de Geografía Humana en la Universidad de Valencia

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