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Un juez de barricada

Mientras la solicitud de indulto al Gobierno sigue su curso, la defensa del magistrado Javier Gómez de Liaño ha pedido al Tribunal Constitucional (TC) la suspensión de la pena de 15 años de inhabilitación dictada en octubre de 1999 por el Supremo hasta que se resuelva el recurso de amparo ya admitido a trámite. El argumento esgrimido por el fiscal del TC para oponerse a esa paralización es que la imagen de la justicia quedaría dañada si un condenado por delito continuado de prevaricación -como es el caso- volviera a ponerse la toga. La lectura del panfleto en forma de libro publicado por Liaño tras su condena (Desde el banquillo, Temas de Hoy, 2000) ofrece abundante material literario para apoyar la tesis del ministerio público. El volumen encuadernado es el monumento construido a sí mismo por un megalómano; los jactanciosos alardes de cultura humanista del autor quedan ridiculizados por algún que otro gazapo: Liaño cuenta la imposible historia de los gritos dados por Napoleón a sus "asesores" Diderot y D'Alembert (fallecidos respectivamente en 1784 y 1783), "cuando estaban reunidos y enfrascados" en la preparación del Código Civil de 1804, para exigirles que "pusieran artículos como obuses". Tampoco habla en favor de su familiaridad con los recuerdos de la represión franquista la afirmación de que en España "la última pena de muerte ejecutada fue la del anarquista Puig Antich" en marzo de 1974.En cualquier caso, el principal motivo de inquietud respecto al eventual indulto dictado por el Gobierno en favor de Liaño o a la suspensión de la sentencia por el TC son sus opiniones en tanto que antiguo magistrado. "Nací para ser juez", declara, y "la justicia se apoderó de mí cuando apenas tuve uso de razón" : "me moriré contento y además amando a la justicia como si fuera mi bella Dulcinea". Aunque "no sin pudor" describe el ideal de juez del que se siente representante: "trabajador, estudioso, desinteresado, humilde, generoso y valiente"; dentro de esa categoría figura el magistrado Navarro Estevan, a quien le gusta "la justicia de barrio, de charcos, de asfalto" porque sabe que "los buenos jueces, como los buenos taxistas y los buenos carteristas, se hacen en la calle". A diferencia de los magistrados "obsequiosos como patronas de burdel", Liaño se define como un "juez de barricada".

Su diagnóstico sobre la situación actual de las libertades y de Estado de Derecho es muy pesimista. En determinados momentos se muestra de acuerdo -"sujeto, verbo y predicado"- con quienes afirman que en España no hay democracia; el gobierno socialista que ocupó el poder desde 1982 a 1996 "fue fascismo en sentido técnico", en pie de igualdad con "los gobiernos trágicos" de Hitler y Stalin. Las "instituciones básicas del Estado se hallan en quiebra" o cuando menos "en suspensión de pagos". Así sucede con la Administración de la Justicia, foco de "pestilencia" y "refugio de delincuentes"; el Consejo General del Poder Judicial "no es mas que una caja donde se guarda lo peor de la política y se apesebran los jueces que no lo estén ya".

La escasa estima de Liaño por la carrera judicial (cuyo deporte preferido es "la descalificación del colega y la puñalada por la espalda") se transforma en saña al hablar del magistrado García-Castellón ("Sancho Panza de Banesto y Biscuter del comisario Carvalho en el asunto de la niña Olga Sangrador") o del juez Garzón ("un pez muerto que flota en el mar de la mentira" y que deja escapar el "olor de ignominia" propio de "la halitosis de un perjuro") . El desequilibrio adjetivador alcanza el paroxismo cuando el autor se sienta en el banquillo acusado de prevaricación. Al iniciarse la vista oral, Liaño tiene el pálpito de que "la injusticia lleva muchos meses gritando con voz de prostituta borracha"; antes de escuchar el fallo, siente que "no estaba en una sala de justicia sino en un matadero esperando que algún que otro matarife me apuntillase"; al oír la sentencia, se ve "frente a un pelotón de fusilamiento formado por García-Ancos y Bacigalupo", a quienes sólo les faltó "orinarse encima de la caja mortuoria". En espera de la resolución del TC y con la esperanza de ser indultado por el Gobierno, Liaño se consuela: "Pienso que la batidora de la historia lo tritura todo y que estos canallas morirán ahogados en sus propios excrementos". El Estado de Derecho debería atarse bien los machos si este juez prevaricador, que ha dejado en sus sentencias y en sus libros huellas indelebles de su arbitrariedad, incompetencia, cursilería e insania, volviera a vestir la toga de magistrado.

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