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Filosofía pública y tercera cultura.

La mayoría de los asuntos públicos controvertidos en las sociedades actuales suele incluirse académicamente bajo los rótulos de "ética práctica" y "filosofía política". Tal es el caso de las controversias sobre el aborto y la eutanasia, sobre los problemas derivados de la crisis medioambiental y sobre el uso de las nuevas tecnologías, sobre los choques culturales, el racismo y la xenofobia. También es el caso de algunos de los debates acerca del concepto de democracia y su adecuación a las democracias realmente existentes. Son éstos asuntos discutidos por igual en la calle y en los parlamentos, en los movimientos sociales y en los departamentos de filosofía moral y política de todas las universidades. Las implicaciones éticas, jurídicas y políticas de estos asuntos controvertidos apuntan hacia la necesidad de una filosofía pública o civil.El hecho de que, por lo general, la referencia a la ética surja, en nuestras sociedades, como respuesta a una serie de problemas que las nuevas ciencias o el complejo tecnocientífico crean a los hombres del presente conduce a veces a una visión unilateral de la dialéctica entre ciencia y ética. Es cierto que la bioética, por ejemplo, viene cronológicamente después del desarrollo de la revolución biológica; que la ética de las ciencias de la salud viene cronológicamente después del gran impulso logrado en las últimas décadas por la aplicación de los conocimientos científicos a las prácticas médicas; y así sucesivamente.

De ahí que en las últimas décadas, y como consecuencia del gran desarrollo alcanzado por algunas ciencias como la etología y la sociobiología, a los filósofos de la moral les hayan salido competidores. E. O. Wilson ha escrito a este respecto: "Tanto los científicos como los humanistas deberían considerar la posibilidad de que ha llegado la hora de sacar por un tiempo la ética de manos de los filósofos y biologizarla".

Hace ya algunos años que Ferrater Mora contestó esta pretensión aceptando en principio un enfoque naturalista en un contexto evolucionista. La razón es sencilla: puesto que las teorías éticas son producciones culturales y las producciones culturales son elementos del continuo socio-cultural, y puesto que este continuo se halla, a su vez, insertado en un continuo biológico-social y en un continuo físico-biológico, parece razonable, al tratar de la ética, tener en cuenta los factores biológicos, sociobiológicos o biosociales. Pero la aceptación de este punto de partida no niega el carácter autónomo de la reflexión ética, sino que la refuerza; implica, más bien, la necesidad de incorporar la cultura científica a la discusión ética, jurídica y política.

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Por mi parte, querría subrayar que sin cultura científica no hay posibilidad de intervención razonable en el debate público actual sobre la mayoría de las cuestiones que importan a la comunidad. Esto se debe a que la ciencia es ya parte sustancial de nuestras vidas. Buena parte de las discusiones públicas, ético-políticas o ético-jurídicas, ahora relevantes, suponen y requieren cierto conocimiento del estado de la cuestión de una o de varias ciencias naturales (biología, genética, neurología, ecología, etología, física del núcleo atómico, termodinámica, etcétera). Pondré unos pocos ejemplos significativos para argumentar esto.

Para orientarse en los debates sobre la crisis ecológica y sobre la correcta resolución de los problemas implicados en ella, ayuda mucho la comprensión del sentido del segundo principio de la termodinámica, como mostró, entre otros, Nicolás Georgescu-Roegen hace ya años. Para entender la necesidad de una ética medioambiental no antropocéntrica, ayuda mucho la recta comprensión de la teoría sintética de la evolución (y no sólo en su formulación darwiniana), como viene mostrando el paleontólogo S. J. Gould. Para diferenciar, con corrección, entre diversidad biológica y aspiración a la igualdad social, ayuda mucho la comprensión de la genética y de la biología molecular, como ha puesto de manifiesto Teodosius Dobzhanski. Para combatir con argumentos racionales el racismo y la xenobofia implicados en los choques culturales de este fin de siglo puede ayudar mucho el conocimiento de los descubrimientos de la genética de poblaciones, como ha mostrado más recientemente Luca Cavalli Sforza. Para entender la necesidad de una nueva ética de la responsabilidad, que apunta hacia nuestro compromiso con el futuro, ayuda mucho el conocimiento de las ciencias de la vida, como ha puesto de manifiesto en sus obras Hans Jonas. Y para entender la persistencia de las desigualdades de género y dónde habría que poner los acentos para corregirla, ayuda mucho el análisis económico (pero no sólo económico), como ha mostrado Amartya Sen.

Renunciar a la base naturalista y a la cultura científica en las condiciones actuales equivaldría, por tanto, a renunciar al sentido noble (griego, aristotélico) de la política, definida como participación activa de la ciudadanía en los asuntos de la polis socialmente organizada. De modo que, si se quiere propiciar la resolución racional de algunos de los grandes temas socioculturales y ético-políticos controvertidos, en sociedades en las cuales el complejo tecnocientífico ha pasado a tener un peso primordial, los científicos necesitan formación humanística (histórico-filosófica, deontológica, etcétera) para superar el cientifismo; y los humanistas necesitan cultura científica para superar actitudes sólo reactivas basadas exclusivamente en tradiciones literarias. De ahí que se esté dando tanta importancia en los últimos tiempos a la indagación de lo que podría ser una tercera cultura.

El humanista de este fin de siglo no tiene por qué ser un científico en sentido estricto (ni seguramente puede serlo), pero tampoco tiene por qué ser necesariamente la contrafigura del científico natural o el representante finisecular del espíritu del profeta Jeremías, siempre quejoso ante las potenciales implicaciones negativas de tal o cual descubrimiento científico. Si se limita a ser esa contrafigura, el literato, el filósofo (el humanista, en suma) tiene todas las de perder. Puede, desde luego, optar por callarse ante los descubrimientos científicos contemporáneos y abstenerse de intervenir en las polémicas públicas sobre las

implicaciones de estos descubrimientos. Sólo que entonces dejará de ser un contemporáneo. Con lo cual se desembocaría en una paradoja cada vez más frecuente: la del filósofo posmoderno contemporáneo de la premodernidad (europea u oriental).

Consciente de ello, el estudiante de humanidades en este cambio de siglo podría ser también un amigo de la ciencia. Un amigo de la ciencia en un sentido parecido a como lo son, a veces, los críticos literarios o artísticos, equilibrados y razonables, de los narradores, de los pintores y de los músicos. Eso exige reciprocidad. Y por ello el que el humanista o el estudiante de humanidades lleguen a ser amigos de las ciencias no depende sólo y exclusivamente de la enseñanza universitaria reglada, ni tampoco de los planes de estudio que acaben imponiéndose en ella. Éstos cuentan, desde luego. Pero tanto como los planes académicos y las reglamentaciones podría contar la elaboración de un proyecto moral con una noción de racionalidad compartida. El sapere aude de la Ilustración no era, al fin y al cabo, una mala palabra. Sólo que esta palabra se tendría que complementar con otra, surgida de la autocrítica de la ciencia en el siglo XX: ignoramos e ignoraremos. Y si ignoramos e ignoraremos, lo razonable es pedir tiempo para pasar del saber al hacer. Con lo que quedaría para el caso: atrévete a saber porque el saber científico, que es falible, provisional y casi siempre probabilista, ayuda en las decisiones que conducen al hacer. Ayuda también a la intervención razonable de los humanistas en las controversias públicas del cambio de siglo.

Francisco Fernández Buey es catedrático de Filosofía de la Universidad Pompeu Fabra.

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