Una noche que duró seis años
Donato, que no pudo lanzar el penalti en 1994 al estar en el banquillo tras haber sido sustituido, acudió al fin a la cita con el gol decisivo
Con el partido aún jugándose y el público extasiado, a la megafonía del estadio le superó la impaciencia y empezó a sonar el ya clásico We are the champions. Las advertencias previas no sirvieron de nada: aún con el partido sin finalizar, los Riazor Blues lanzaron la avanzadilla e invadieron el terreno de juego. El árbitro se apresuró a pitar el final, los jugadores quedaron atrapados entre una muchedumbre y Donato ni siquiera levantó los brazos para mostrar su alegría. Pero en su cabeza se había iniciado el camino hacia el título que tardó seis años en llegar a A Coruña.La noche de ayer ni empezó a las nueve, como rezaba el horario del partido, ni era la del 19 de mayo de 2000, según aseguraba el calendario. La noche de ayer se había iniciado hace seis años y cinco días y permanecía inconclusa hasta que alguien vengase la vieja afrenta que partió el corazón del deportivismo. Por eso, el título sólo podía llegar de la mano de alguno de los que vivieron aquella inmensa frustración colectiva de 1994. Es más, el protagonista sólo podía ser Donato, el hombre destinado a convertir el penalti que perseguiría a Djukic como una condena durante el resto de su carrera. El gol del título era para Donato, quien no pudo marcarlo en 1994 porque ya había abandonado el campo. Pero seis años después, apareció al fin ese gol que la fortuna le debía al brasileño.
La cita no tardó en producirse: iban sólo cuatro minutos, el balón voló sobre el área, Donato se alzó entre el bosque de defensores y atacantes, metió la cabeza y un éxtasis colectivo estremeció Riazor. El título ya sobrevolaba A Coruña y, además, se descifraba al fin el enigma de la longevidad de Donato. Se intuía que algo misterioso, acaso alguna extraña iluminación celestial o un antiguo conjuro susurrado en las selvas de Brasil, mantenía en plena forma a un futbolista que ya ha cumplido los 37 años. Anoche todo cobró sentido: Donato ha estirado su carrera más allá de lo imaginable porque tenía una cita ineludible con ese gol que no pudo marcar en 1994.
En Riazor estalló entonces la fiesta tanto tiempo aplazada. Esta vez no iba a haber sufrimiento, sino sólo hora y media de alegría desaforada. Antes del partido, la megafonía del estadio había tratado de disciplinar al público para que compusiese un bonito mosaico de teselas blancas y azules. El invento funcionó cuando el Deportivo saltó al campo. Pero, a los cuatro minutos, llegó el gol de Donato y ya nadie se prestó a recibir consignas. "¡Mosaicos arriba!, ¡mosaicos arriba!", se desgañitaba el responsable de la megafonía, empeñado en teñir de estética un momento tan inolvidable como aquel. Muy pocos le hicieron caso, porque hasta las filas de butacas de los graderíos parecían haber roto su formación y se ondulaban en un mar de banderas y abrazos.
Anoche nadie sufrió y el histórico fatalismo de este equipo quedó enterrado, tal vez para siempre. Las desgracias nunca ocurren en balde, y el deportivismo, aun sin poder ocultar la tensión previa, aprendió de su amarga experiencia. Ayer había una sensación distinta a la de 1994, como una especie de confianza en que el infortunio nunca golpea dos veces. El gol de Donato, con el partido recién descorchado, fue la confirmación de que habían cambiado los vientos del azar. Así y todo, los suspicaces no quisieron incurrir en los peligros de la alegría prematura. El partido se equilibró tras el tanto inicial, y el banquillo deportivista aún no lograba sacudirse la tensión. La noche era primaveral, pero Irureta, fiel a la vieja liturgia de las supersticiones futbolísticas, vestía el chubasquero de siempre, esa prenda que le ha acompañado durante todo el campeonato. Los suplentes blanquiazules no aguantaban sentados y se iban a la banda, desafiando las órdenes del árbitro, para confundirse entre el enjambre de reporteros. Turu Flores y Pauleta requerían a los periodistas radiofónicos para saber qué estaba sucediendo en otros campos.
Riazor aún tardó 35 minutos en entonar el "¡Campeones, campeones!". Porque el estallido definitivo de alegría no se produjo hasta que Makaay alcanzó el segundo gol. A partir de ese momento, cualquier motivo sirvió para estimular la celebración: los goles del Celta en el Camp Nou, las filigranas de Fran y Djalminha, los cambios de Irureta en la segunda parte... Con el partido agonizando, los Riazor Blues rescataron su viejo grito de guerra: "¡¡Coruña, entera, se va de borrachera!!". Y los atronadores cánticos del estadio ya no lograban acallar los cohetes que, a esa hora, se lanzaban en todas las esquinas de la ciudad.
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