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Rol

Un amigo mío sostenía el otro día una conversación con compañeros de trabajo. El asunto de la madrugá de Sevilla despuntó inevitablemente, e inevitablemente siguieron las suspicacias de los contertulios de mayor edad: no sabían qué era eso del rol, pero las revelaciones sesgadas que les había ido llegando a través de los noticiarios y por los cauces adulterados del boca a boca no auguraban nada bueno. Gente rara, que se reúne en lugares secretos, se disfraza, cuyos miembros se reconocen entre ellos mediante signos esotéricos, sólo aptos para iniciados al mejor estilo judeomasónico. Acorralado por fin, mi amigo suelta que es jugador habitual de rol, que, aunque parezca mentira, él no ha encontrado demasiados asesinos en sus partidas, que los participantes tienen el aspecto desilusionante de estudiantes ensombrecidos por los exámenes y el precio de las matrículas. Los contertulios bajan la voz, intentan miradas de complicidad, se excusan, tratan de contemporizar. Por último, uno de ellos espeta:-Pero, ¿es verdad o no que se meten en el cuerpo de otra persona?

Yo apenas he jugado un par de veces en mi vida al rol, con este amigo y otros que comparten su mismo interés, y a decir verdad la experiencia me ha resultado más aburrida que peligrosa. El otro día, en el autobús, unas señoras cuchicheaban detrás de mí sobre el dichoso tema; no se ponían demasiado de acuerdo, pero las dos coincidían más o menos en que ese pasatiempo misántropo no podía sino ubicarse a medio camino entre la esquizofrenia y el satanismo. En este caso, la búsqueda de chivo expiatorio le ha salido barata al Ayuntamiento de Sevilla: no ha tenido más que subir la temperatura de la hornilla en un fogón en que la olla ya estaba suficientemente caliente. Desde el famoso Asesino del Rol, que desenterró a navajazos las tripas inocentes de un pobre padre de familia, la opinión pública ha mirado de reojo a esta forma siniestra de entretenimiento, desconfiando de su inocuidad, arguyendo que puede ser caldo de cultivo de criminales, perturbados y agentes asociales, por no hablar de los bizcos, las personas con mal aliento y los judíos y masones que he mencionado más arriba.

El rol no es más que otro subproducto, y no desde luego el peor, del intenso acceso de irrealidad que sufre nuestra cultura. Parece que, harta de la densidad de un mundo que le resulta demasiado asfixiante, nuestra civilización se ha lanzado a inventar sucedáneos más suaves, más amables, trozos de universo más elásticos a la voluntad y donde la personalidad de cada cual no sufra esas dolorosas amputaciones que la realidad más prosaica y doméstica le inflige. Hoy día, por el módico precio de una consola de videojuegos o un módem, uno puede conducir un Ferrari, vencer a ejércitos enteros, rescatar princesas; puede corregir su nombre, sexo, pasado, circunstancia vital. ¿Qué ofrecen estos artilugios sino cubrir una necesidad atávica de la humanidad, la de despojarse de la identidad personal, lo que hasta hoy sólo otorgaban el alcohol, las drogas y la locura? El rol debe ser mirado como una variante de esa necesaria terapia que nos aparta de nosotros mismos. Y es que, como decía Fernando Pessoa, siempre es una pena no haber podido ser madame de burdel: ni astronauta, ni bailarina, ni compañero de pupitre de un presidente del gobierno.

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