Compasión para los escritores JAVIER CERCAS
LA CRÓNICA
Goethe dijo que hay que tener mucho cuidado con lo que se quiere ser de mayor, porque puede acabar consiguiéndose. Como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante, así que quise ser escritor, un chollo que, a juzgar por ciertas biografías de Hemingway, consistía básicamente en correrse juergas salvajes, andar por ahí asediado de mujeres despampanantes y sentarse a parir obras maestras de las que de inmediato se venderían cientos de miles de ejemplares en todo el mundo. Ya soy mayor, aunque no Goethe ni Hemingway, pero sí escritor (es un decir) y la verdad desagradable asoma: de chollo, nada. Cuando publiqué mi primer libro, mis amigos adoptaron la extraña costumbre de cambiar de acera en cuanto me veían; cuando publiqué el segundo uno de ellos no pudo esquivarme y se dio de bruces contra mí y contra mi madre, que me acompañaba para consolarme. "He comprado tu libro", mintió mi amigo. "¡Ah, has sido tú!", contestó mi madre. Pero cuando se publicó mi cuarto libro ocurrió el milagro y mi editora comprobó con incredulidad que, además de mi madre (que considera que entre Goethe y yo hay un enorme vacío en la literatura europea), varias personas de mi pueblo también me leían. Así que me llevó a la Feria del Libro de Madrid y me instaló en el Palace. Fue un error: me sentí Hemingway, me convencí de que iba a arrasar. Durante todo el día vi una enorme cola de gente frente a la caseta donde firmaba Mario Vargas Llosa y, convencido de que me estaba robando a mi público, le odié con toda mi alma y me pasé horas despotricando contra él mientras hacía ejercicios de muñeca para no provocarme un esguince de tanto firmar cuando llegase mi hora. Apenas llegó, el recinto de la feria se vació de golpe. Comprendí que se trataba de una conspiración; añoré a mi madre, pero conseguí aguantar a pie firme y sin llorar ni moverme de mi caseta. Al final se acercó un hombre. Con el corazón latiéndome en la garganta le vi coger mi libro, hojearlo un poco. "¿Cuánto cuesta?", preguntó por fin. Mentí: le dije que costaba mucho menos de lo que en realidad costaba. "¡Uy, qué caro!", dijo. Y se fue. Al día siguiente, cuando vi en el hall del Palace a Vargas Llosa, reprimí el impulso de cometer un atentado, y decidí seguirle a distancia; vi que se dirigía al museo Thyssen. Mientras caminaba tras él me ablandé. "Maestro", pensé decirle a Vargas ante un Pisarro, tomándole la mano para besársela. "Me acuso de haberle traicionado de pensamiento, palabra, obra y omisión". Pero al llegar a la entrada una señora despampanante me dio con la verja en las narices; me dijo que era lunes y que los lunes no abrían; cuando yo le señalé a Vargas, que había entrado, la señora me contestó: "¿Pero no ve que es el autor de La casa verde?".Una Feria del Libro es una de las torturas más despiadadas a que se puede someter a un escritor; la más despiadada es el día de Sant Jordi. El sábado pasado estuve en el paseo de Gràcia firmando libros (es un decir). Aún no me había sentado a mi mesa cuando oigo a mi espalda un grito tremendo: "¡Eres un genio!". A pesar de que comprendo de inmediato que es mi madre, me vuelvo. No es mi madre: es una señora despampanante. No se dirige a mí: se dirige a Vila-Matas, que está sentado a mi lado. Para resarcirme de la humillación, y mientras empiezo a incubar un odio brutal contra Vila-Matas y él le firma autógrafos a la señora hasta en el escote, pido una cerveza. De golpe la señora se vuelve hacia mí. "¿Y tú quien eres?", me espeta. "Ernest Hemingway", estoy a punto de decir, pero no lo digo: digo la verdad. "¡Qué raro!", responde la señora, muy contrariada. "No me suenas de nada". Entonces da un manotazo y me tira la cerveza por encima; luego, para disculparse, me compra un libro y, cuando se va, me digo que a este paso voy a cargarme mi matrimonio, porque a ver cómo convenzo yo a mi mujer de que he estado firmando libros y no corriéndome una juerga salvaje si llego a casa con el traje hecho un asco y empapado de cerveza. Así que me vuelvo a mi pueblo y, al día siguiente, en Sant Jordi, la cosa empieza bastante bien y vendo varios libros, todos ellos a mi madre, que aparece por la caseta disfrazada de top model y de Lagarterana, para que yo no la reconozca. Al mediodía cae una tromba de agua. Comprendo que se trata de otra conspiración, pero no digo nada y me pongo a ayudar a Guillem Terribas a quitar los libros de su puesto y ponerlos a salvo bajo un porche. Allí me topo con una señora despampanante que fue una preciosa adolescente de mi época y que, al verme empapado y sucísimo y cargado con una inmensa pila de libros, comprende que no soy precisamente Hemingway -que es lo que yo siempre decía que iba a ser cuando iba a llevarme la vida por delante-, y se me queda mirando con unos ojos de verdadera compasión. No sigo. Imítenla. El año que viene, cuando vuelva Sant Jordi, o cuando vayan a una feria del libro, o cuando los vean por ahí, no sean crueles: no se rían. A menos que sean Vargas Llosa o Vila-Matas, compadézcanse de ellos. Bastante tienen con lo que tienen.
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