_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Nacionalismo y democracia

Cuanto más tarda el PNV en desasirse de su asociación con EH, va cobrando perfil una duda dolorosa: ¿es irrevocable el compromiso de los nacionalistas con la democracia? Por supuesto, sería intolerable responder, sin más, que no. Hasta la fecha, los nacionalistas no han impugnado la validez de las elecciones ni han acudido a medios irregulares para retener el poder. La prolongación, sin embargo, de los equívocos anejos a la Declaración de Estella está removiendo el fondo del estanque y provocando que afloren a la superficie unas burbujas que hacen "glu, glu" y nos dejan a todos un poco desazonados. Por acudir a un ejemplo cualquiera: Herrero de Miñón, en este mismo diario -"¿Cuanto peor, mejor?"; 15 de abril-, sostenía que una derrota de los nacionalistas en las autonómicas podría ser interpretada por éstos como una desautorización del Estatuto. Esta tesis es profundamente pesimista. De ella se desprende que los nacionalistas vinculan la legitimidad de las instituciones al hecho de que sean ellos los que sigan mandando y, por tanto, que el PNV no acepta la alternancia. O sea, que no es democrático. En mi opinión, esto es sacar las cosas de quicio. Las cuestiones tremendas no se pueden liquidar con un monosílabo, sino que exigen ser abordadas con un tino proporcional a su complejidad intrínseca. Todos los partidos, todos, han atravesado instantes de confusión, así sentimental como ideológica. El PSOE estuvo confuso cuando el zafarrancho de Guadalajara; el PP ha tenido también sus momentos malos, y así sucesivamente. Lo mismo que en las series estadísticas, lo que importa no es el dato puntual, sino el sesgo o la tendencia. Si nos fijamos sólo en lo que queda a un palmo de nuestra nariz, acabaremos todos un poco turulatos.Volviendo a los nacionalistas vascos -quiero decir, a los democráticos- y a los nacionalismos emergentes en general: hay una cosa que sí cabe decir de ellos, con toda la comprensión y simpatía del mundo. Y es que la técnica democrática no es la más adecuada a la consecución de uno de sus fines notorios: el de la emancipación nacional. La razón es simple: no se funda una nación política sin inventar una nueva soberanía y las soberanías de nuevo cuño no surgen de la agregación del 51%, el 52% o el 55% de los sufragios. Inventar una nueva soberanía entraña redefinir desde cero las reglas de juego y este salto categorial nunca será incruento mientras una proporción considerable de la población se considere desafecta al cambio portentoso. La democracia no sirve para mudar de estado, sino para negociar asuntos e intereses dentro de una estructura estable, en un tira y afloja donde todo lo que se decida es, por definición, provisional y ulteriormente rectificable. De aquí, la tentación recurrente, por parte de algunos nacionalistas, de dar un golpe de timón que altere irreversiblemente el curso de los acontecimientos. Tal es el ángulo desde el que conviene analizar el suceso de Estella, con independencia del bla-bla-bla sobre la paz y todo lo demás.

Siendo ésta la situación, es natural que muchos nacionalistas contemplen la historia con un gesto de irreprimible irritación. En algunos casos, la constitución del ser nacional -tomo prestada la palabra de los propios nacionalistas- ha coincidido con la constitución de una democracia poderosa. Tal aconteció, paradigmáticamente, con los Estados Unidos. Por lo común, sin embargo, las naciones europeas -en tanto que realidades sociales, no jurídicas- traen su origen de tiempos predemocráticos y adquirieron forma a lo largo de una peripecia constelada de violencias, abusos e imposición de monopolios políticos. Nos enfrentamos a este hecho tanto si miramos a Francia como a Italia o Alemania. España, por supuesto, no es una excepción. No podría serlo viniendo, como viene, de muy lejos. Ello plantea una pregunta, ahora sí, muy precisa: ¿qué ha de pesar más: el respeto a la convivencia en libertad, en los términos imperfectos que nos ha deparado el azar histórico, o la ambición fundacional, con el quebranto de los derechos individuales que su ejercicio supondría? Si lo segundo, sólo se será democrático... relativamente. El que vea la cosa más clara que levante la mano.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_