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Un liderazgo de suplentes

Sin menoscabar la importancia del triunfo del PP, creo que el factor decisivo de las elecciones del pasado domingo no ha sido el aumento de votos del partido de Aznar, sino el descenso de los del Partido Socialista y de Izquierda Unida. El PP ha obtenido medio millón más de votos que en 1996. Pero el Partido Socialista e Izquierda Unida han perdido tres millones -1.596.468, el PSOE-PSC, y 1.385.915, IU-, la inmensa mayoría de los cuales ha ido a la abstención.Digo esto porque a estos datos hay que añadir otro muy significativo: en las elecciones municipales, autonómicas y europeas celebradas unos meses atrás, el PP perdió sistemáticamente posiciones y la izquierda recuperó mucho terreno. En Cataluña, por ejemplo, el PSC obtuvo resultados espectaculares en las municipales y, por primera vez, su candidato a presidente de la Generalitat, Pascual Maragall, superó en votos a Jordi Pujol. En cambio, en la contienda del pasado domingo, aunque sigue siendo el partido más votado y ha sacado 6 puntos de ventaja a CiU y 12 al PP, ha perdido 388.558 votos respecto a las elecciones de 1996, que en su inmensa mayoría han ido también a la abstención.

En este largo proceso electoral que ha ido de las municipales a las generales ha habido, pues, resultados diferentes que sólo se pueden explicar por las diferencias de los liderazgos y de la capacidad de acción y de pacto de unos y otros. Por esto, creo que, aunque el resultado del pasado domingo no se explica por un solo factor, hay uno fundamental que se puede resumir de la siguiente manera: el PP ha ganado porque se ha cohesionado en torno a su líder y el PSOE e IU han perdido porque no han sabido pilotar sus propios cambios de liderazgo.

En 1977, la UCD se aglutinó en torno a Adolfo Suárez y se hundió cuando éste anunció su retirada. Después de las elecciones ganadas por el PSOE en 1982, la derecha de este país tardó 14 años en encontrar un nuevo líder en la persona de un José MaríaAznar que ahora se ha consolidado.

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A su vez, el Partido Socialista se ha presentado sin Felipe González como líder, por vez primera desde 1977, y lo ha hecho de la peor manera posible. Un partido que se ha articulado y se ha desarrollado como partido de gobierno en torno a una figura de tales dimensiones tenía que pilotar el cambio con la máxima serenidad y con mano segura, pero en vez de esto se ha hecho una auténtica chapuza. Felipe González anunció su retirada en pleno congreso del PSOE y éste tuvo que encontrar un sucesor, Joaquín Almunia, en 48 horas. Poco después, las elecciones primarias desautorizaron la decisión del congreso y proclamaron candidato y líder del partido a Josep Borrell. Meses después, acosado por un PP y sus acólitos implacables, Borrell tuvo que renunciar y el partido tuvo que repescar, sobre la marcha, a un Joaquín Almunia que antes había sido rechazado. El resultado ha sido que, en vez de presentar un líder sólido apoyado por un partido igualmente sólido, hemos dado la imagen de un líder suplente apoyado a regañadientes por un partido que seguía suspirando por su líder ya histórico. Todo un ejemplo de lo que no había que hacer.

¿Y qué decir de una Izquierda Unida en pleno descenso, con un Julio Anguita errático que en el último minuto y por problemas de salud fue sustituido por otro suplente, Francisco Frutos? Cierto que los dos, Almunia y Frutos, supieron encontrar un camino hacia la unidad que parecía aportar un aire nuevo a una izquierda absurdamente dividida, pero la foto de ambos no anunciaba el futuro, sino que retrataba la realidad de dos fuerzas dirigidas por dos suplentes elegidos para tapar los respectivos agujeros, no para pilotar el nuevo e indispensable camino del futuro. Es doloroso decir esto, porque uno y otro cumplieron sobradamente una tarea casi imposible y no se merecían el castigo que han sufrido, sobre todo en el caso de un Joaquín Almunia, que es un auténtico líder de grandes dimensiones, pero que entre todos hemos sacrificado impunemente.

No quiero decir, con esto, que todo se ha reducido a un problema de liderazgos. Ha habido también una carencia de ideas nuevas no porque no existan -como se puede comprobar con la lectura de los programas del Partido Socialista-, sino porque no hemos sabido transmitirlas con un lenguaje y un estilo de nuevo cuño. Pero esto también tiene mucho que ver con los liderazgos porque, para bien o para mal, nuestro sistema político se basa en el predominio de un líder en todos los niveles, el general, el autonómico y el municipal. Esto ocurre también en casi todas las democracias, metidas en el terreno de unas exigencias mediáticas implacables que convierten las contiendas electorales en una batalla entre dos o tres personas, pero en nuestro caso esta tendencia se ha exacerbado por la debilidad y la bisoñez de unos partidos creados sobre la marcha tras tantos años de dictadura. La prueba es que en un país tan descentralizado como el nuestro se siguen manteniendo rasgos que van en sentido contrario, como la regla no escrita de que el candidato a la presidencia del Gobierno tiene que ser forzosamente el cabeza de lista de la circunscripción de Madrid. Y por más programas que se elaboren y publiquen, el sentido, el desarrollo y el resultado de la contienda dependen cada vez más de la figura del o de la líder que encabeza la lista correspondiente, de su capacidad mediática y de su poder de integración. Nos guste o no, esto es lo que hay y lo que habrá en el futuro.

Por esto, no se puede jugar con los liderazgos como hemos jugado los socialistas en estos últimos cuatro años. Los tres millones de votos que la izquierda ha perdido en estas elecciones han ido en su gran mayoría a la abstención. Esto quiere decir que no son votos definitivamente perdidos, sino votos que están a la espera de un nuevo mensaje, un nuevo estilo y un liderazgo sólido y que, por consiguiente, se pueden volver a activar si les damos la respuesta que esperan. La misma que hay que dar a los nuevos votantes, que no han conocido el pasado y no entienden ni su peripecia ni su lenguaje.

Jordi Solé Tura es senador electo por el PSC-PSOE.

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