Sombras en el pasadizo
El pasaje que enlaza la corredera alta de San Pablo con la calle de Fuencarral, a la altura del severo metro de Tribunal (más severo aún porque la estación hace referencia al Tribunal de Cuentas), se abrió en 1956 para comunicar el enclaustrado y castizo barrio de Maravillas con el nuevo mundo de los escaparates iluminados, neones deslumbrantes, modernos comercios, modas y modos que desmentían el viejo aforismo de que el buen paño en el arca se vende y exhibían obscenamente sus mercancías.La calle de Fuencarral era un longilíneo emporio comercial en el que prevalecían las zapaterías, seguidas de cerca por los establecimientos de tejidos y confecciones, los bazares y los pequeños almacenes que aspiraban a la grandeza.
Al nuevo pasaje comercial, angosto, algo sombrío y serpenteante, le llamaban algunos vecinos del barrio, con plena propiedad, el pasadizo, y al principio lo miraban con cierta desconfianza, desconfianza que acabó vencida por la curiosidad que todo ser humano experimenta ante la novedad y ante cualquier agujero abierto en los muros de su paisaje cotidiano.
El sinuoso pasadizo cubierto abría sus flancos a nuevos locales comerciales, se ensanchaba en una mínima plazoleta centrada por una fuentecilla y adornada por un relieve escultórico, y terminaba abriéndose en línea recta a la calle de Fuencarral, entre el Hospicio y San Mateo.
En la plazoleta estuvo hasta hace unos meses el Hogar Canario, hospitalaria fraternidad que durante muchos años animó estos recintos, un tanto lóbregos, con sus actividades festivas. En los años sesenta fueron famosos sus bailes, que rescataban del tedio dominical a muchos jóvenes del barrio, atraídos por los ecos de una música que reverberaba en las galerías solitarias, cerrados los comercios en la jornada festiva.
El pasaje fue iniciativa y propiedad pública que aún administra la Tesorería de la Seguridad Social y sufre hoy los estigmas de la desidia y de la incuria características de la burocracia estatal en sus más altos estadios.
Cerrados y vandalizados la mayor parte de sus locales comerciales, vacíos la mayor parte de sus pisos, desmontadas de cualquier manera de un día para otro las oficinas administrativas -salvo la que se ocupa de los afectados del síndrome tóxico-, arrinconados una vez más en estas soledades, el pasaje moribundo está ya dispuesto para la puntilla.
Duda el cronista si este abandono será producto de la inercia pura y dura o cortina de humo que enmascare cualquier recalificación o especulación inmobiliaria en estos céntricos y codiciados solares. En el pasaje, que echa el cierre a las diez de la noche, sobreviven heroicamentc cuatro comercios, los más próximos a las salidas.
Desde 1956, Confecciones Roan ocupa un lugar de privilegio en el pasadizo, junto a la salida de Fuencarral. Este veterano establecimiento, nacido con vocación de modernidad, exhibe sus creaciones en los diáfanos escaparates del chaflán, El logotipo de la firma está grabado en el suelo junto a la puerta en letras doradas, en una composición geométrica de mosaicos. Don Enrique, uno de los socios de la cooperativa, es quien más lamenta la degradación que padecen las galerías comerciales y augura con tono sombrío que, tal y como está el asunto del nuevo y exorbitante alquiler del local, no le queda mucho tiempo, dos años o tres como máximo, para aguantar el tipo en la proa de esta nave tocada en su línea de flotación.
En uno de los pisos del pasaje tuvo su domicilio y vivió su exilio interior Manuel Hedilla, fundador de la Falange, díscolo y disidente del régimen franquista, condenado al ostracismo domiciliario. Los pisos altos del bloque, tras innumerables trasiegos de inquilinos y oficinas públicas, fueron vaciándose y mantienen hoy una ocupación mínima y provisional.
El pasadizo es un paréntesis a punto de cerrarse. A pocos metros de Roan exhibe su modesto cartel, visible desde la calle de Fuencarral, otro comercio superviviente, la joyería relojería Monge. A partir de ese punto, el pasaje se convierte en túnel débilmente iluminado, donde, entre inmisericordes borrones de grafito, aún pueden leerse los nombres de las víctimas comerciales de la desertización, la veterana agencia de anuncios por palabras, la peluquería, o la óptica, que presenta aún rastros de actividad.
A la luz de la corredera resisten otros dos establecimientos, el estanco y Manopiel, tienda de bolsos que muestra su surtido, puesto al día con mochilas escolares y otros complementos de actualidad en sus largas vitrinas doradas y adosadas a la pared frontal del comercio.
Han ido disminuyendo los viandantes según iban echando el cierre los distintos locales y dependencias. Sumido en la penumbra y la penuria, sólo circulan por su mortecino espacio sombras huidizas y temerosas de la oscuridad, que apresuran el paso y se pegan a las paredes cuando se cruzan entre ellas. La mudanza del Hogar Canario ha convertido definitivamente el moderno pasaje comercial en una reliquia, en un fantasma del pasado que clama justicia, como los intoxicados del síndrome, que algunos días forman cola a las puertas de la oficina, repoblando brevemente el devastado pasadizo, el último refugio.
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