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Austria, actitudes y lecciones XAVIER BRU DE SALA

Tal vez los partidarios de la línea blanda ante la entrada en el gobierno austríaco del partido de Haider no han calibrado demasiado su actitud. Como es sabido, el argumento esgrimido consiste en poner de relieve el efecto contraproducente de las presiones exteriores en la propia Austria. Las expectativas de voto del casi nazi Partido Liberal han pasado, según los sondeos, del 27% al 30%. Incluso podría ganar las elecciones de precipitarse una nueva convocatoria. Es evidente, además de inevitable, que un gran número de ciudadanos de este país juzgan intolerables las presiones. Injerencias que pondrían en duda su más que probada capacidad de regir democráticamente sus asuntos internos. Ahora bien, si lo que se desea es evitar el creciente protagonismo de la extrema derecha en un país de la Unión Europea, la mejor alternativa no son las frases de condena ni las promesas de atenta vigilancia. Hay que pasar a mayores. Además, no todos los austriacos muestran el mismo enfado, producto de un tan desmesurado como comprensible orgullo nacional. Al contrario, los austriacos partidarios de cortar el paso a Haider deben estar agradeciendo el apoyo exterior.Es probable que el efecto para la buena salud de la democracia austriaca dependa no tanto de las palabras como de la envergadura de las medidas que tomen sus socios europeos. Si la reacción se limita a una condena verbal sin consecuencias, la reacción en el interior será sin duda mala. Ahora bien, si el tono y las medidas del mensaje del primer ministro portugués Guterres priman sobre la tibia línea Prodi y el Europarlamento, es bastante más posible que los austriacos se lo piensen dos veces. Una cosa es indignarse por un chaparrón de declaraciones y otra muy distinta tener que soportar una cuarentena política. A nadie le gusta el aislamiento, sobre todo si va en serio, si experimenta las consecuencias negativas del entorno para su país. Aciertan pues Francia y Alemania en su anunciada disposición a no transigir. Prodi y los que respaldan su reblandecida reacción deberían endurecer el tono y proponer medias concretas de presión. Unos y otros tienen la obligación de obrar sin esperar acontecimientos. Dado que el fascismo es una planta peligrosa, el peor modo de atajarlo es esperar a que crezca. Si se deja pasar lo de Austria se habrá sentado un peligroso precedente.

Repasadas someramente las actitudes, conviene detenerse en las lecciones. En principio hay dos muy importantes. En orden creciente, el peligro de la falta de alternancia, y la práctica inexistencia de políticas destinadas a paliar los efectos de la inmigración entre las capas de la sociedad que se sienten perjudicadas por la concurrencia de trabajadores extranjeros. La permanencia de los mismos en el poder durante largos periodos, pongamos más de veinte años, rara vez acaba bien. Máxime si sumamos la ausencia de oposición a la falta de alternancia. Austria ha vivido políticamente sin alternancia y sin alternativa. De ahí que, como quien dice, el primero que se erige en oposición cosecha el descontento social hacia los gobernantes en forma de votos. En teoría, podría haber surgido un nuevo partido de izquierdas que ocupara el espacio disponible, pero no ha sido así. La mala digestión social de los contingentes de inmigrantes es la causa de la cabalgada de Haider hacia los grandes resultados.

La terrible situación de Austria es pues un claro ejemplo de lo que puede ocurrir cuando se corta la posibilidad de alternancia. Se acumulan los agravios y los descontentos sin que encuentre en el cambio de gobierno el procedimiento usual de limpieza democrática. Hasta que sobreviene el punto de saturación y se produce un estallido político (recuérdese asimismo el caso de Italia, muy distinto en las formas de la explosión, pero similar en sus orígenes). En este orden de cosas, lo mejor que cabe suponer es que, constituida ahora la socialdemocracia austriaca en oposición, sería lógico que a medio plazo se produjera la imprescindible alternancia.

Por último y sobre la gestión de la inmigración como caldo de cultivo del fascismo. Las tendencias xenófobas de las sociedades son tan fuertes que toda protección a los inmigrantes es poca. Hay que poner en marcha recursos públicos y privados, administrativos y humanos para paliar en lo posible la discriminación. Es motivo de legítimo orgullo para una sociedad tomar consciencia de que sus recién incorporados reciben un trato, en la medida de lo posible, integrador y justo. Ahora bien, no basta la pedagogía política, social y mediática. La nueva consellera de Benestar Social, Irene Rigau, acaba de hacer públicos unos números que resultan para Cataluña una ganancia de unos 70.000 millones anuales provenientes del trabajo de los inmigrantes. Se mire por donde se mire, la inmigración es un negocio para los países receptores. Pero no está exenta de problemas. Por una parte, presionan los que quisieran ver limitados los derechos de los trabajadores extranjeros. Presionan los que viven de la explotación de los inmigrantes. Y presionan, en fin, los racistas, los nuevos fascistas. Por otra, no todos los estamentos sociales deben hacer el mismo esfuerzo para hacer sitio a los recién llegados. Las capas más desfavorecidas de la pirámide social entran en competencia directa con los inmigrantes. A menudo, observan además como todo tipo de organizaciones, administración pública incluida, se desviven para encontrar fórmulas de solidaridad y ayuda hacia los inmigrantes de las que ellos se encuentran excluidos por el simple hecho de haber llegado antes. Éste y no otro es el caldo social de cultivo en el que pescan los racistas de la extrema derecha y sus beneficiarios, los que quisieran aumentar las ganancias provenientes de la inmigración. Con el fin de minimizar dicho caldo de cultivo, es imprescindible añadir políticas activas y mecanismos de solidaridad para paliar los agravios de la población autóctona con menos oportunidades. Hablé de ello semanas atrás y me atrevo a insistir. No hay que reducir, bajo ningún concepto, las acciones encaminadas a paliar el malestar de los inmigrantes. Hay que doblarlas, prestando a los damnificados y perjudicados la ayuda necesaria para minimizar los agravios. No hay mejor modo de conjurar a los futuros haiders que están al acecho en busca de un descuido para inocular fascismo, un veneno del que nadie está exento.

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